Lamar Odom: la vida y la muerte, la suerte y el baloncesto

Queremos ser más felices que los demás. Y eso es dificilísimo porque siempre les imaginamos mucho más felices de lo que son en realidad

La frase es de Montesquieu. Y pensaba en ella porque creo que con las vidas de los famosos, y en general con las vidas de los demás, nos pasa que prejuzgamos, presuponemos y proyectamos. Y toda esa equipación que llevamos en el hardware se desborda en carne viva, en ese periodismo de vísceras que por desgracia ha saltado del género social/rosa al resto, cada vez que a un personaje de éxito le pasan cosas. Unos se-escandalizan-pero-consumen esas tertulias en las que un puñado de adultos patalean y se enredan por los amoríos de adolescentes, casi siempre hijos de. Y otros lo critican todo, también que se etiqueten como vidas fallidas las de aquellos que han amasado dinero y disfrutado del éxito. Porque no deberían tener, al parecer, derecho a hacer otra cosa que no sea ser plenamente felices. O a quejarse. O a sufrir.

En esas, y con las Kardhasian (que personifican mucho de lo dicho como una especie de gran Satán magnético) de por medio, se ha movido el viaje de Lamar Odom al limbo entre la vida y la muerte. Porque Lamar Odom, es cierto, ha ganado casi 116 millones de dólares sólo en sus contratos con franquicias NBA. Y dos anillos. Y un Mundial y un bronce olímpico. Y un premio al Mejor Sexto Hombre. Ha sido joven, rico y famoso, rasgos que le convierten en sospechoso por defecto. Y ha dejado correr durante casi toda su carrera buena parte de un talento absolutamente especial (y que no por casualidad sólo encauzó debidamente Phil Jackson) para jugar al baloncesto. Jaque mate, suficiente para apretar el gatillo. Bang.

Pero Lamar Odom, por encima de todo, ha sufrido mucho y ha pasado por mucho. A pesar de las chicas, el dinero y las veladas NBA. Ha vivido casi como pasajero una vida para la que seguramente ni siquiera estaba preparado y probablemente haya cavado su propia tumba. Sucede: tener una fortuna, y es una obviedad decirlo, no fortalece en el combate contra el demonio de las adicciones. Da más oportunidades, supongo que también enfrenta a más tentaciones, y permite a veces salir de agujeros de los que muchos otros, los desfavorecidos, jamás tienen una oportunidad de escapar: a la primera, fuera. ¿Tiene culpa Lamar Odom de las oportunidades perdidas, las malas compañías y los flirteos con el desastre? Absolutamente. ¿Le hacen eso y su posición social peor persona? Absolutamente no. Calibrar la bondad o maldad de una persona en función de su éxito o fracaso ante una adicción, la que sea, es una injusticia que conduce a la frustración, el equívoco, el fracaso y la recaída. Nadie sale sin ayuda y por ser una gran persona como nadie se cura de una fractura ósea sin ayuda y por ser una gran persona.

¿Por qué todo esto? Por mucho de lo que se está diciendo en las últimas horas. Porque algunos imaginan a los demás mucho más felices de lo que son en realidad, principalmente porque creen que sólo ellos tienen derecho a tener ciertos problemas. O a quejarse. Y Lamar Odom tenía todo el derecho del mundo a quejarse. Lamar Odom dijo en su día que la muerte “siempre había rondado su vida” y que había pasado demasiado tiempo en funerales. Lamar Odom, básicamente, podría no haber llegado a adulto en las calles de South Jamaica de no haber medido 208 centímetros y haber tenido un talento único para jugar al baloncesto. Su padre era heroinómano, su madre murió de cáncer y se crió con su abuela Mildred, a la que consideró hasta su muerte (2003) su mejor amiga. Después perdió (2006) a un bebé de seis meses por un caso de muerte súbita. Después (2011) murió su primo, y una de sus personas más cercanas, y estando en Nueva York para el funeral vio como el vehículo en el que viajaba atropelló, y mató, a un peatón de 15 años. El pasado junio, antes de que le pusieran vigilancia las 24 horas, dos de sus mejores amigos fallecieron por problemas relacionados con las drogas. Para entonces su vida era ya una batidora mediática de desapariciones, rumores y descensos al infierno. Alimentados y seguramente banalizados por todo lo que rodea al imperio Kardashian, pero infierno: “Mi padre nunca estuvo a mi lado mientras me criaba por culpa de sus demonios… y esos demonios son lo único que he heredado de él”.

Y sí, Lamar Odom ha protagonizado capítulos indecorosos desde el instituto hasta la universidad, la NBA... y los prostíbulos de Nevada. Las drogas siempre le han acompañado y nunca ha tenido demasiada estrella, a pesar de estar destinado a ser una: no hay muchas opciones estadísticas de, le pasó, ser detenido por contratar los servicios de una prostituta en Las Vegas, seguramente menos si eres una de las joyas de la corona del equipo universitario (UNLV). Un equipo que eligió, cuando todos los reclutadores del país le perseguían, porque consideró una señal encontrarse con un grupo neoyorquino de rap actuando en el primer club nocturno que pisó en su visita tentativa a Nevada.

A Odom (Lamar The Star) le llamaron cuando era casi un crío el nuevo Magic Johnson. Le rodearon muy pronto de toda la parafernalia que rodea a esos talentos especiales que cría el deporte por generación espontánea. Y él, ni demasiado tímido ni demasiado engreído, sólo pensó siempre en jugar al baloncesto (cuando murió su madre se pasaba las horas en la cancha: ni comía) y en que la vida terminaría por compensarle por lo que le había quitado. Por momentos, todo menos sus 208 centímetros y su talento. Seguramente por eso antes de muchos partidos escribía en sus zapatillas y con un rotulador el nombre de su bebé malogrado, Jayden. Y seguramente así consiguió no ser ni el nuevo Magic Johnson ni, también le compararon, un nuevo Lloyd Daniels, otro talento natural de Nueva York que acabó jugando en UNLV y que se dejó la carrera (y casi la vida) en un tiroteo provocado por un asunto de drogas. Lamar Odom ha sido sencillamente Lamar Odom. Y, conviene recordarlo, es casi imposible encontrar a un excompañero que no hable maravillas de él. Del jugador y (sobre todo) de la persona.

Lamar Odom, en su niñez casi un epitome de esos dramas urbanos que retratan a las sociedades occidentales, ha sido un jugador de baloncesto excepcional. Un base en el cuerpo de un pívot, casi un spoiler de lo que iba a ser la NBA que seguiría a la suya: la de los ala-pívots que crean juego, que prefieren pasar a tirar y que generan emparejamientos imposibles para los rivales. La que está haciendo millonarios ahora a jugadores como Draymond Green y en la que le siguieron otros como Boris Diaw. No sé si habrá muchos por delante de él en el ranking de los que no llegaron a ser all star, y seguramente fue culpa suya, pero sí sé que jugó al baloncesto de maravilla, que llegó más lejos de lo que muchas apuestas le situaban como caso perdido y que ha tenido el mismo derecho que cualquier persona a sufrir, equivocarse y sentirse desgraciado mirando fotos de los que ya no están a su lado. A pesar de los anillos, de los millones y de las Kardashians.