Wifi, cemento y fe blaugrana
El regreso a casa no puede ser visto, únicamente, como un acontecimiento deportivo, sino como el símbolo del reencuentro entre el club y su gente.

Perdí la cuenta de los días transcurridos en el exilio de Montjuic a la tercera semana del primer mes: si no soy bueno para las letras, como algunos atentos lectores se encargan de recordarme cada cierto tiempo, imaginen para los números. No ha sido fácil para nadie, supongo. Ni para el presidente Laporta, encargado de echar la llave al Camp Nou, ni para los socios, en especial los más veteranos, tan acostumbrados a las incomodidades del viejo campo que optaron por ahorrarse las molestias del estadio intermedio. Por eso el regreso a casa no puede ser visto, únicamente, como un acontecimiento deportivo, sino como el símbolo del reencuentro entre el club y su gente, entre el Barça y la ciudad.
El nuevo Camp Nou es mucho más que acero, cemento y vinilos de colores: es la continuación de una visión y un legado para las futuras generaciones; un puente entre las tradiciones propias de un club con 125 años de historia y la modernidad que se sobreentiende a los más jóvenes, entre la memoria de las noches asombrosas y tiernas promesas de continuidad. Con parte de las obras aún por terminar y algunos nubarrones en el horizonte con forma de factura, la gent blaugrana vuelve a tener una casa donde atesorar nuevos prodigios y recordar algo esencial: en un tiempo donde tantos estadios son concebidos como meros contenedores de partidos, el suyo será un verdadero templo en el que proteger su identidad.
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Es fácil enamorarse de las promesas más mundanas. Pensar en la wifi de última generación, los asientos ergonómicos, el techo impermeable y los nuevos puestos de restauración. Pero todos sabemos que el verdadero progreso reside en ganar los partidos sin hacer uso del desfibrilador y en recordar a los turistas que pagar una entrada no significa merecerla. Tots units fem força es mucho más que una frase pegadiza para tazas o tatuajes y ha llegado el momento de volver a demostrarlo. Porque da igual cuánto cambie un estadio: siempre habrá un rival dispuesto a conquistarlo, y la primera misión del buen anfitrión será recordarle que, de esta santa casa, no se va nadie sin cenar.
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