Vidas pasadas en Maracaná
Con el paso de los años se me han ido cayendo partidos de la agenda. Hubo un tiempo en el que sabía cuándo jugaban los Celtics, el gran Boca de Bianchi, el Liverpool y algún que otro partido de la Roma. Creo que no veo un cuarto de la NBA desde que jugaba Latrell Sprewell en los Knicks, con una Copa perdida en Wembley contra Cantona dejé de lado al Liverpool y cuando Riquelme se fue al Barça apagué definitivamente la tele de madrugada para ver a Boca Juniors. Alargué un poco más al Castilla para conocer a los canteranos con potencial pero eso también acabó hace siglos. De haber mantenido esas pasiones, quién sabe, igual estaba jugando en la Kings League y viviendo con mis padres.
El caso es que la final de la Copa Libertadores me pilló en el cine viendo Vidas pasadas, una peli sobre la nostalgia de los amores infantiles y los peligros del amor romántico. En las interminables escenas con los protagonistas coreanos en tensos silencios incómodos me preguntaba qué había hecho con mi vida para no estar viendo a Marcelo y a un nuevo 10 del que me hablan en Boca. Pero no me arrepiento. Todavía sigo pagando el peaje de mi viaje de novios cuando propuse a mi mujer ir al antiguo estadio Laranjeiras de Fluminense en Río de Janeiro. Es una joya arquitectónica de 1905, vale… pero hay que tener cuajo. También cayó un infumable Fla-Flu en Maracaná.
Leo que el partido fue una clásica final de Libertadores. Mucho miedo a perder, expulsados, prórroga y poco arte. Solo he visto los goles. La final más importante de clubes en América ocupa hoy el mismo espacio mediático que la liga saudí. Ni siquiera se puede ver en España la Liga argentina, no digamos la brasileña. Quizá ese ejercicio de resistencia a enterrar al adolescente era lo único que me interesaba del partido. Ni siquiera por Marcelo en cuya plaquita de recuerdo en Laranjeiras me hice una foto. Solo quería ver la final por hacer el enésimo ejercicio sentimental por el qué hubiera sido de nuestras vidas. Creo que de eso también va Vidas pasadas.
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