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Un tótem en la pista y en las calles

Han pasado más de 50 años desde que Bill Russell, fallecido este jueves, se retiró de las canchas, después de capitanear a los fabulosos Celtics, de los que fue pieza esencial en los 11 títulos que ganó el equipo de Boston en los años 50 y 60, la primera edad de oro de la NBA, periodo fascinante que reunió a estrellas del calibre de Oscar Robertson, Jerry West, Elgin Baylor, Bob Cousy, John Havlicek, Hal Greer y Walt Bellamy, definió la rivalidad histórica ­Celtics-Lakers y fue presidida por las legendarias batallas bajo los aros de Wilt Chamberlain y Russell, dos colosos de cualidades radicalmente diferentes que transformaron la manera de jugar al baloncesto.

Nacido en Lusiana, en el profundo sur segregador, Russell vivió su infancia y adolescencia en Detroit y Oakland. Atleta natural (figuró entre los 10 mejores saltadores de altura norteamericanos), destacó por su altura, movilidad y rapidez en el instituto, aunque todas esas cualidades obraron en su contra. Reconocido como el mejor defensor que ha visto el baloncesto, Russell percutió en su desarrollo como jugador con unas ideas imperantes en los años 50. Los entrenadores predicaban la inmovilidad en los pívots. Ni podían saltar, ni correr, exactamente lo contrario de las cualidades que atesoraba Russell. Mucho tiempo después, reflexionando sobre su trascendencia, declaró: “Mi impacto en el baloncesto consistió en transformar un deporte hasta entonces horizontal en uno vertical”.

Cuando terminó su etapa en el instituto sólo recibió una beca para jugar en el ciclo universitario. Se enroló en el equipo de la Universidad de San Francisco, perteneciente a los Jesuitas, y su impacto fue inmediato. Ganó el torneo universitario en 1955 y 1956. Seleccionado por los Celtics, se enroló en el equipo después de ganar la medalla de oro en los Juegos de Melbourne de 1956. En ese momento comenzó el despegue del equipo de Boston y la mística que le acompañó en la siguiente década.

Bill Russell, 2,05 metros, zurdo, soberbio defensor, reboteador y taponador incomparable en una época donde no se contabilizaban los tapones, definió su carrera por su obsesiva dedicación a proteger el aro. Con una media de 15,1 puntos por partido, no se le conocía como una potencia ofensiva, aunque por debajo de sus cifras discurría el caudal verdadero de Russell en el ataque: corría como un galgo, era un eficaz pasador y conseguía que a su alrededor fluyera el juego. Aparcaba el ego en beneficio del rendimiento del equipo, seña de identidad de aquellos Celtics de Bob Cousy, Sam Jones, KC Jones, John Havlicek y Bailey Howell.

Con los Celtics ganó nueve títulos como jugador. Enfrente su némesis durante toda la trayectoria: Wilt Chamberlain, el goliath del ataque. Chamberlain (2,13 metros) era la máquina ofensiva mejor diseñada del baloncesto. En 1962, anotó 100 puntos en un partido, hazaña nunca repetida en la NBA. Podía promediar 50 puntos por temporada y atrapar 30 rebotes de media. La NBA vendía más entradas con Chamberlain que con nadie y sus duelos con Russell se convertían inevitablemente en un acontecimiento.

Chamberlain (San Francisco Warriors, Philadelphia Sixers y Los Ángeles Lakers) encontró en Russell un muro casi infranqueable, el único pívot capaz de detenerle. Frente a los nueve títulos del pívot de los Celtics, Chamberlain sólo logró uno en los años 60, el que consiguió con los Sixers en 1967, después de ocho años sucesivos de anillos para los bostonianos. Regresaría inmediatamente al éxito: tres títulos más, dos de ellos como entrenador-jugador. Ningún jugador ha cosechado más laureles que Russell.

En las antípodas de Chamberlain, tanto en sus características como jugador como en su estilo de vida, Bill Russell frustró al gigante y a todos los pívots que encontró por el camino. Todo ello en una época de poderosas turbulencias sociopolíticas en Estados Unidos, de las que Russell nunca permaneció al margen. Su participación en la lucha por los derechos civiles de la comunidad afroamericana fue visible desde los primeros años 60. Participó en numerosas marchas de protesta contra el racismo, mantuvo una relación de cercanía con Martin Luther King y siempre se mostró dispuesto a expresar sus opiniones, en contra de los rígidos códigos que imperaban en el deporte, donde un atleta sólo podía hablar a través de sus habilidades en la pista. Esa actitud cívica la mantuvo hasta el final de sus días, reconocido como una de las figuras más importantes del baloncesto (el trofeo al mejor jugador de las finales lleva su nombre) y un referente social de primer grado.