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Se va Menotti, se estropea el paisaje

Algo contiene el agua del Paraná que produce personajes sensacionales al paso por Rosario. Menotti pertenece a ese elenco único, que atraviesa el fútbol argentino de raíz, con la potencia y la sabiduría de las historias que nos contó Roberto Fontanarrosa, otro formidable rosarino.

Su muerte estropea el paisaje del juego que tanto amaba. Pierde inteligencia, colorido y vitalidad. Pierden las ideas y también la palabra, porque Menotti exploró mejor que nadie la teatralidad natural del fútbol. Escucharle era tan reconfortante como ver la mejor película o leer un gran libro. Era ocurrente, profundo y divertido, un seductor imbatible que disfrutaba del centro del escenario, preferiblemente alrededor de una mesa, un café y los amigos a la escucha.

Sí, con Menotti el fútbol se escuchaba con infinito placer. Sonaban a gloria sus historias, las incesantes anécdotas y las metáforas sorprendentes. Sus manos, de dedos largos, acostumbrados durante tantos años a sostener el cigarrillo, iban y venían, dibujando en el aire el trazo de una batuta.

Se apreciaba al instante esa musicalidad, propia de un hombre que amaba la música con una pasión desbordante. No le resultaban difíciles las analogías con la música, con el cine, con la pintura. No le suponía esfuerzo alguno considerarlo un arte que merecía defenderse con inteligencia y ardor.

No le faltaron rivales y enemigos, pero no se sintió a disgusto, ni incómodo, en esa situación. El debate pertenecía a la lógica de su relato. Desde su firme posición ayudó como pocos a ampliar el espectro de la discusión en el fútbol, a generar ideas y réplicas, a contrariar propuestas y modelos, a conceder material de combate para sus adversarios. En definitiva, animó a pensar.

Su influencia excedió la estadística de los títulos y se apreció especialmente en España. Si el fútbol argentino siempre fue el producto de una obsesión que requería una finísima minucia interpretativa, el español resultaba más agreste, de un perfil más básico y desdibujado, cuando menos en la selección. Había algo en nuestro fútbol que le defraudaba y le fascinaba a la vez: la incapacidad para trasladar al mundo un modelo distintivo.

No hablaba de oídas. Conocía profundamente el fútbol español y llegó a dirigir en dos grandes clubes, Barça y Atlético de Madrid, en una época que conspiraba contra su idea del fútbol y se sustanció en el plomizo Mundial de 1990, el peor de la historia. No sólo parecía que Menotti estaba en el bando perdedor, sino que era el gran perdedor. Su mensaje, un fútbol de ataque, ordenado, creativo, placentero para el espectador, estaba dinamitado por un modelo especulador y ramplón, acomodado a una idea pueril de la eficacia.

Contra las previsiones de sus críticos y la tendencia dominante, Menotti asistió a la eclosión de las tesis de Cruyff en el Barça y, por extensión, en el fútbol español, hasta cierto punto territorio virgen y adecuado para un potente debate de ideas. Menotti lo atisbó con rapidez cuando se preguntó en 1994 si España quería ser toro o torero en el fútbol. En su cabeza, el fútbol español estaba en condiciones de colocarse a la vanguardia del fútbol, pero necesitaba renunciar al primitivismo que le impedía detectar su enorme potencial.

Acertó Menotti en su diagnóstico y el fútbol español emprendió el camino que le convirtió en el faro de la escena mundial en la década siguiente. Se sentía feliz por el giro que tanto deseó y pregonó. En los últimos años de su vida y en la hora de la muerte, el fútbol ha estado de su parte.

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