Qué nos ha pasado si no ha pasado nada
He comentado alguna vez que el Pajarito es, en realidad, el canario en la mina del Real Madrid: si yace boca abajo en su jaula, en vez de estar revoloteando, es mejor salir corriendo porque ha habido una fuga indetectable y algo está a punto de explotar.

Son ya muchos años yendo al Bernabéu. Uno ha visto muchas cosas en directo, y no siempre con demasiado sentido: a Lass con el 10, a Cristiano mirándose en un espejo, a Zidane pitado y a Coentrao siendo Coentrao. Cosas veredes, amigo Sancho. Y, en todo este tiempo, recuerdo a muy pocos jugadores tan queridos como Fede Valverde. El uruguayo ha encarnado siempre esos valores que entusiasman al madridismo: sudar la camiseta, pelear hasta el final y mantenerse a una distancia prudencial de los focos para que no se te fundan las alas como a Ícaro. Representa el triunfo de la voluntad sobre el ego.
Valverde sería ese soldado que carga a hombros a un compañero aturdido en medio de una emboscada, sin hacerse demasiadas preguntas, y que luego recibe la medalla del Corazón Púrpura con un brazo en cabestrillo junto a un pastor alemán cojo (no sé por qué he metido al pobre perro en esto, pero añade emoción a la escena). El madridista siempre ha mostrado pura debilidad por el uruguayo. Me imagino a un socio en los aledaños del Bernabéu, con un bigotito a lo Saza en Amanece que no es poco, diciendo en una entrevista de esas que hacen ahora a la salida de un partido: “¿Es que no sabe que es verdadera devoción lo que hay en este estadio por Valverde?”.
Pero esta temporada algo se ha resquebrajado. Contra el City varias voces en el Bernabéu, sueltas pero sonoras, llegaron a pedir desde la grada que se le diera el brazalete a otro jugador. Algo impensable. Hasta hace nada el amor hacia Valverde en La Castellana era una de las pocas cosas unánimes de la vida, un consenso improbable, ese punto de unión entre compañeros de asiento irreconciliables. En los peores momentos, el único que se salvaba siempre era él. He visto a gente pidiendo sentar a Modric en su mejor momento para que jugase el uruguayo sin que eso sonara nunca a sacrilegio. ¿Qué ha pasado?
He comentado alguna vez que el Pajarito es, en realidad, el canario en la mina del Real Madrid: si yace boca abajo en su jaula, en vez de estar revoloteando, es mejor salir corriendo porque ha habido una fuga indetectable y algo está a punto de explotar. Cuando Valverde no está, cuando no luce, cuando no brilla de esa manera tan suya, como un faro en la distancia, tenue pero firme, es un indicador de que hay problemas. ¿Cuáles exactamente? No lo sé. Los canarios hablan poco. Ser capitán del Real Madrid es una tarea exigente. No sobrevive cualquiera. Por no decir que no sobrevive casi nadie. Es un cometido que roza la inmolación, como el peón del ajedrez que para convertirse en reina avanza por todo el tablero en modo suicida. Pero ya nunca vuelves a ser el mismo.
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Xabi Alonso dijo que veía en él cosas de Gerrard. Pocos elogios más grandes y sentidos se me ocurren. Es como esa escena de El mismo amor, la misma lluvia cuando le dicen a Darín, un aspirante a escritor, que tiene algo de Cortázar. “Sí, un póster”, responde. Ojalá Valverde vuelva a ser Valverde.
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