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Postal bajo la lluvia

Los Juegos de París comenzaron oficialmente con una procesión náutica por el Sena, como se corresponde con las ideas líquidas de la posmodernidad, donde las estrellas del deporte cuentan más fuera del estadio que dentro. Ocupan las portadas de las revistas de moda, son referentes indispensables en las redes sociales y funcionan como convenientes prescriptores en un mundo que abraza a los jóvenes y desestima a los viejos. Atrás, como una idea envejecida, queda el estadio como centro de gravedad simbólico de los Juegos Olímpicos. Hace ocho años, en los Juegos de Río de Janeiro, la ceremonia de apertura se celebró en Maracaná. Por vez primera, abandonaba el espacio clásico, que durante 100 años había concedido al atletismo una visible preponderancia sobre el resto de los deportes, y se la otorgaba al fútbol, porque Maracaná es eso: fútbol.

París ha ido más lejos. La ceremonia comenzó con un pésimo chiste pregrabado: el cómico Jamel Debouzzé entra con la antorcha olímpica en el Stade de France, teórico escenario de la apertura de los Juegos 2024, y se encuentra con el estadio sin un alma en las gradas, un lugar desolado, tristísimo. Acostumbrado a la tradición, el portador se siente desorientado hasta que, desde la nada, surge Zinedine Zidane para llevarse la llama fuera del estadio y trasladarla al centro de la ciudad en plan Indiana Jones, saltando entre calles, sobre edificios, coches y monumentos.

El Stade de France ha sido testigo de grandes hazañas en el ámbito del atletismo, muy especialmente durante los Mundiales de 2003, pero esencialmente es un estadio destinado al fútbol y el rugby. Aunque recuperado para el atletismo en los Juegos de París, la imagen del desubicado cómico resulta significativa de los tiempos actuales en el deporte.

La ceremonia fue una exaltación de París bajo la lluvia, con el Sena como arteria de un espectáculo que convirtió a los deportistas en espectadores embarcados en los 94 bateux que recorrieron el río. Fue una postal de una ciudad bellísima, sometida a los rigores del clima. No fue el calor, tan frecuente en el verano parisino, el que presidió la tarde-noche de la apertura olímpica. Una incesante lluvia enturbió el paisaje, pero la verdadera amenaza se conoció horas antes, en el ataque con arson perpetrado en varios puntos de la red nacional de ferrocarriles.

Reapareció Zidane desde el subsuelo de París y entregó la antorcha a Rafael Nadal, catorce veces vencedor de Roland Garros, homenaje al gran campeón español, el primero en la cadena de deportistas que acercaron la llama hasta los Jardines de las Tullerías, frente al Louvre, donde la extraordinaria cuatrocentista Marie Jose Pérec, ganadora del oro en los Juegos de 1992 y 1996, y el judoca Teddy Riner, tres veces campeón olímpico, encendieron la llama en el pebetero aeroestático.

La lluvia aumentó la complejidad de una ceremonia, producida exclusivamente para el disfrute televisivo. Una ceremonia, en definitiva, para ver, y quizá para disfrutar en algún momento, frente al televisor, al socaire del viento y del agua. París siempre es chic, pero la lluvia traicionó su gran día.

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