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Tal día como hoy, hace 50 años, murió el poeta Ezra Pound. Lo sé, pero hoy me ha venido a la mente que un 1 de noviembre nos dejó también Ramón Cabrero, el ex del Atlético de Madrid que nunca jugaba porque tenía por delante a Luis Aragonés, a pesar de lo cual llegaba cantando al entrenamiento, cual si fuera un rapsoda.

Miro el calendario y veo fútbol. Abro un libro y veo fútbol. Cualquier poema me evoca algún partido inolvidable. Vislumbro jugadores épicos en las epopeyas de Homero y otros futbolistas increíbles en las canciones de Hölderlin que hablan de genios celestiales. Imagino a Pellegrini delante de sus pupilos emulando a Machado y convenciéndoles, antes de enfrentarse al Madrid, de que “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”.

Descubro delanteros en los sonetos de amor, centrocampistas en los poemas que cantan a la vida y defensas en las elegías fúnebres. Si hasta creo oír a Mourinho hablar en verso: “El hombre contra el hombre se enfurece, su propia destrucción forma su historia, y de sangre teñido comparece”. Oigo recitar: “Porque de todo cuanto el hombre ha hecho, la sola herencia digna de los hombres es el derecho de inventar su vida”. Y me parece que es la voz de Guardiola.

Donde Rimbaud imaginaba vocales de colores, a mí se me figuran jugadores azules, verdes y rojos. No hay verso al fracaso o al dolor que no se encarne, en mi imaginación, en algún jugador. “¡Huyes, pero es de ti!”, querría gritarle a Asensio. Y cuando Borges canta al “hombre blanco y feral que de Noruega vino, urgido por el épico destino”, me es ya imposible concebir a un guerrero medieval, sino a Haaland, apuñalando al rival con un remate certero.

¿A qué tomar un poemario de la estantería si no hay regate que no me recuerde a algún verso leído en la juventud? “Soy hombre, he nacido, tengo piel y esperanza. Yo exijo, por lo tanto, que me dejen usarlas”: Vinicius. Si aun el desamor y la desesperanza se concreta en el destino de algún jugador gris como Hazard: “La culpa es de uno cuando no enamora, y no del pretexto ni del tiempo”.

Estás enloqueciendo”, me dice mi mujer. Y cuando justo en ese momento Joaquín falla un gol clamoroso, me levanto del sillón y le recito un poema de Benedetti: “No te rindas, por favor, no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños...”.