Pasadena
Hoy es la boda de Jaime, pero no te podremos ver. No podré hablar contigo de la NFL, ni del Racing, ni de Bellingham, ni del derbi.
Una vez, cuando éramos pequeños, en quinto de primaria, la profesora nos preguntó en clase si sabíamos por qué subía la marea de ese mar que casi podíamos oler desde el patio. Tú fuiste el único que levantó la mano, rasgando mucho los ojos como hacías siempre que mirabas a la pizarra, y dijiste muy tranquilo: “Por la luna”. Me dejaste asombrado. Eras listísimo y sabías ese tipo de cosas antes que el resto.
Siempre jugábamos a penaltis en la playa. Una tanda a diez. Tú y Juan contra Manuel y yo. Jamás os pudimos ganar. Íbamos bien, pero luego nos veníamos abajo psicológicamente. Te lanzabas a la arena con tu corpachón en una especie de insólita estirada, como el seminarista de la foto de Ramón Masats, y luego te levantabas agitando el puño, haciendo la garra. Eras de hielo. Tirabas los penaltis muy lento, con la frialdad de un psicópata. Una tarde recuerdo que estábamos a punto de ganar, había una chica mirando, y yo mandé el balón hasta el Cormorán de puritita presión. Me sentí como Roberto Baggio en Pasadena.
Hace poco estuve jugando en casa de Edu, en la Sierra, con una máquina recreativa que tiene con todos los juegos del mundo, incluyendo el Street Fighter II y el Goldeneye. De todos ellos, elegí el Tecmo Cup, un extrañísimo juego mitad fútbol y mitad Elige tu Propia Aventura que tú me enseñaste en Noray y con el que fuimos campeones del mundo juntos. Gané un partido antes de irme a la cama y fue sentirte de nuevo ahí a mi lado, aliento de galletas y viernes. Apagué y me quedé un rato a oscuras en aquella casa enorme, acordándome de ti. Pero no te escribí. No sé por qué.
Hoy es la boda de Jaime y no podrás estar. Da igual. Los del banco azul te esperamos. Ponte fuerte (pero tampoco tan fuerte), que tenemos que jugar la revancha de penaltis y luego ir al Lupa. Y darnos un baño en la Segunda mientras hablamos de Ebi Smolarek.
Algún día, si tengo un hijo, le preguntaré si sabe por qué sube y baja la marea en la playa. Esperaré a ver su cara de asombro y luego le diré que me lo enseñó un amigo muy listo de clase. Un amigo al que siempre derroté a penaltis, añadiré después sin sonrojo alguno.