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Anteayer el Bayern vapuleó al Dinamo de Zagreb por nueve a dos. No pude ver la jornada de Champions (para ver fútbol también son necesarios programas de conciliación familiar), pero consulté una aplicación de resultados antes de irme a la cama. Vencía entonces el equipo alemán por 3-2, luego de haber tenido tres goles de ventaja, y me fui al sobre con fastidio, murmurando que me estaba perdiendo un partidazo. Amanecí ayer (como Gregorio Samsa, luego de un mal sueño) buscando en AS la gesta croata, pero me encontré con que los bávaros terminaron arrasando. Nueve a dos es un resultado no solo inusual, sino, convendremos, ciertamente antinatural. De hecho, los alemanes consiguieron batir el récord de goles marcados en un solo partido desde la creación de la (ya vieja) Champions League.

Hay algo ahí que me resulta feo. Vaya por delante que soy de los que creen que una victoria por un gol a cero, con un tanto en el último minuto y de rebote, puede ser el mejor de los partidos. Cabe recordar que hacer algo con los pies es una expresión que en castellano significa hacerlo rematadamente mal. Al contrario que la mano, el pie simboliza lo opuesto a la habilidad. En palabras de Juan Villoro, el pie es el gran olvidado de la evolución. Pues, señores, al fútbol se juega con los pies, y gran parte de su grandeza es lo difícil que es marcar un gol. Por eso a los muy futboleros también nos gustan (mucho) los partidos toscos, poco efectivos, los que se pueden resumir como una suerte de catastróficas jugadas. En puridad, los encuentros con mil goles son raros y a algunos nos hacen sentir igualmente extraños. Se supone que el gol es un milagro y que los milagros acontecen poco y vienen precedidos de una gran expectación.

Nueve dos, no me fastidies. ¡Ni que fuera balonmano! Viendo el resultado me dije que los goles en el marcador son como los millones en la cuenta corriente de un millonario: a partir de una cantidad dejan de tener el mismo valor y tienen, al menos a los ojos ajenos, un punto grotesco.

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