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No me puedo marchar del fútbol

¿Cómo se libra uno del fútbol?, me lo pregunto a punto de cumplir cuarenta y tres años. Quizá sea posible pero siempre que decido prenderle fuego a la casa y largarme de allí sin mirar atrás, como los tipos duros en las películas malas, algo me arrastra de vuelta. Aunque sienta que la mayoría de cosas que hago por este invento sean por pura inercia, aquí sigo. Un día estoy a punto de abandonarlo todo, decidido a encontrar una nueva vocación, hasta que me veo congelando la imagen de la televisión para enseñarle a mi hijo de seis años los asientos que he ocupado en el Tartiere a lo largo de los años. Para cuando acabo de ganarle la partida al viejo mando a distancia y paro la retransmisión en el lugar exacto de la grada que ocupa ahora su abuela, ese al que ya casi nunca podemos ir desde que vivimos en Madrid, Nico hace rato que ha desconectado y se le escucha estampar cochecitos detrás del sofá.

No falla. Justo cuando decido que quizá esta temporada debería ser la última, me levanto con una bufanda enorme del Oviedo tatuada en el brazo. No hay manera. Definitivamente, no parece que el fútbol sea una de esas cosas sobre las que tenga un gran poder de decisión. No hay semana en la que esté tentado de dejarlo un par de veces, pero el incendio nunca acaba de suceder por alguna razón. La excusa oficial es que no sé hacer otra cosa que escribir, pero hay algo más fuerte detrás. ¿Si dejo el fútbol no dejaré atrás una parte de mí mismo y esa pieza será irreparable?

Y también sucede, claro, que el calendario nunca ayuda. Hoy, por ejemplo, el Athletic de mi amigo Galder Reguera juega contra Osasuna para meterse en la final de Copa. Lo primero que he hecho al despertarme ha sido sacar la camiseta del Athletic que Galder le regaló a mi hijo cuando tenía un año. La desenrollé y pensé en sus dos nenes, en la pachanga que eché este verano con ellos en Bilbao y en cómo les brillaba la cara cuando me quisieron enseñar ese regate tan bueno que hace Nico Williams. Sonreí. Pienso en todo esto cuando aún no son las doce del mediodía, envío esta columna al periódico y sé que mi hipoteca con el fútbol será de por vida.