Messi derrota a Cristiano en el sprint final
Varias causas pendientes se le acumularon a Messi en el comienzo del Mundial, la mayoría de alto rango. Le confrontaban con la posteridad. La más evidente era la más objetiva. No había ganado la Copa del Mundo en sus cuatro anteriores participaciones con la selección argentina, en los mejores años de su carrera. A los 35 años, en Qatar disponía de su última bala. Hasta entonces, sus éxitos en el Barça y el reconocimiento universal a su figura no impedían una constante subestimación con Maradona, particularmente agresiva en su propio país. Cabía una fórmula de equilibrio: llevar a Argentina a la victoria 36 años después del Mundial de México. Otro asunto ocupaba la atención mediática. Messi y Cristiano Ronaldo, los dos colosos de este siglo, disfrutarían de una última oportunidad para resolver el sprint más largo del mundo, a codazos de goles, récords, títulos y distinciones. Está claro quién se ha impuesto en la línea de llegada.
La rivalidad Cristiano-Messi ha sido fascinante. En 2004, cuando Cristiano comenzó a establecerse como la próxima gran estrella del fútbol, Messi emergió sin preaviso en el Barça. Irrumpió como un cohete, pero de diferente calibre que Cristiano. Dos portentos decidieron disputarse año tras año el liderazgo simbólico en el planeta del fútbol, acostumbrado a reinados individuales, palmarios, sin asomo de duda.
Nunca se ha visto algo parecido. A modo de ejemplo, basta contar los Balones de Oro que han conseguido. Por sobrehumanos que fueran durante muchos años, tanto Messi como Cristiano llegaron al Mundial de Qatar en condiciones muy diferentes a las de sus épocas de plenitud. Cuando el delantero portugués abandonó el Real Madrid en 2018, la erosión de sus facultades se hizo cada más visible. De la Juve pasó al Manchester United, donde lejos de reforzar su posición de mesías en un equipo que rechina desde hace años, se convirtió en un desagradable problema.
Al igual que Cristiano Ronaldo, Messi siempre ha sido el futbolista alfa en sus equipos, resumidos en dos: Barça y Argentina. En los mismos días que Cristiano giraba su curva, Messi se sumergió en una época desastrosa del Barça: catástrofes de Anfield y Lisboa (8-2 que todavía trastorna la vida del club), burofax a Bartomeu y rechazo de Laporta. Fichó por el PSG con 33 años, después de 20 años en el Barça. No conocía ningún otro club. Sí cambió algo importante en su nuevo destino. Messi se reunió con sus dos sucesores generacionales: Neymar y Mbappé.
La gestión del crepúsculo en el fútbol es un complejísimo proceso que, en el campo de las figuras, invade egos tan gigantescos como el vértigo que produce el abismo del ocaso. En esta cuestión, Messi se mostró adaptativo. No forzó en el PSG un combate sin piedad por el liderazgo. Prefirió significarse como moderador de las fricciones entre Neymar y Mbappé. Se quitó algo de foco y llegó sin ruido, y más descansado que nunca, al Mundial de Qatar. Por primera vez no estaba sometido al brutal desgaste de una temporada completa.
Inmerso en una fea guerra con su entrenador en el Manchester United, hace tiempo que Cristiano Ronaldo perdió la perspectiva de su nueva realidad como futbolista. No es, ni de lejos, el jugador que fue. En su última deriva se ha convertido en un jugador problema, pero no en inservible. Como a Messi, pero sin el liderazgo real del argentino, el Mundial de Qatar le ofrecía la gran posibilidad de conquistar la única cumbre que le faltaba por alcanzar. No tenía mala compañía. La selección portuguesa había reunido una colección de estrellas, con mejor cartel en el mercado que los jugadores argentinos.
Lejos de aprovechar esa ventaja, Cristiano funcionó como un elemento disgregador. Se aproximó mal a su última oportunidad y la tramitó peor. El Mundial perjudica su extraordinario legado, más aún después del impecable ejercicio de Messi, ganador del Mundial, aclamado en Argentina y claro vencedor en su larguísimo sprint con Cristiano Ronaldo.