Las gafas de Benzema
Me desborda un alma de futbolista en el cuerpo de un cuatroojos. Malditas gafas. Desde que me las pusieron de niño, con siete años, lloraba en mi almohada por las noches pensando que no iba a ser jugador de fútbol. Todo por culpa de las dichosas antiparras. ¿Dónde se había visto un futbolista con gafas? Mi padre me tranquilizaba recordando a Rinus Israel, el miope del Feyenoord y la Naranja Mecánica, pero ni siquiera el antifaz de Abdul Jabbar me animaba. Y odiaba a Agnan, el compañero repelente del pequeño Nicolás de Goscinny y Sempé, que ni jugaba al balón ni podía pelear con sus anteojos. Cuando el estigma de gafotas iba camino de convertirse en cliché de empollón, a punto de que me ahogase la riada de la cultura enfrentada al fútbol, conseguí unas gafas de nylon azules con cristales plásticos que no quebraban, me las até por detrás de las orejas con una goma, y empecé a cubrir etapas en el fútbol. A los trece lloré también, pero fue de ilusión con las primeras lentes de contacto. Parecía un milagro, marcar goles con nitidez.
Otros genios jugaron con ellas y las lucieron en sus mejores galas, pero al ser el primero en coronarse con las gafas puestas como mejor futbolista del mundo, además de honrar al rapero Tupac Shakur, Karim Benzema ha roto décadas de prejuicios hacia la imagen del intelecto opuesto al fútbol. Qué importa que no lea ni escriba: la misma semana en que se premia su juego delicado y talentoso, renovado por un carácter competitivo que no habíamos intuido, una selección española de escritores disputó el primer partido de fútbol de su historia contra una Mannschaft de autores alemanes. Almas de futbolista, cuerpos de cuatroojos, cerebros retorcidos y libros en la mochila. Las gafas de Benzema, lentes con las que ahora nos gusta ver este deporte, acompañaron a la Cervantina durante la Feria del Libro de Frankfurt. Con lentillas, mirando de reojo la foto de Karim gafotas con el Balón de Oro, pese a la derrota, volví a ser futbolista. Por el niño con gafas que sigo siendo.