La revolución ya está aquí
Roje Stona mide 1,98 metros, pesa 125 kilos y es el primer medallista de oro jamaicano en los Juegos de París. Sus dimensiones explican la clase de atleta que no es: velocista, oficio donde Jamaica ha producido figuras portentosas, tanto en hombres como en mujeres. ¿Nombres? Usain Bolt, Asafa Powell, Lennox Miller, Ray Stewart, Kishane Thompson, Shelley-Ann Fraser-Pryce, Merlene Ottey, Verónica Campbell, Elaine Thompson y un largo etcétera que incluye a los dos últimos campeones olímpicos de 110 metros vallas: Omar McLeod y Hansle Parchment. En cambio, Roje Stona lanza disco, y lo hace de maravilla. Ganó la final en el Stade de France con un mangazo de 70.00 metros, récord olímpico.
Stona es uno de los muchos atletas que han cambiado las convenciones que habitaban en el atletismo desde la noche de los tiempos. Durante décadas se habló de las distintas especialidades en términos geográficos. La velocidad correspondía a Estados Unidos, los atletas caribeños que estudiaban en las universidades norteamericanas y finalmente los antillanos sin más, con los jamaicanos a la cabeza. El medio fondo tuvo un aire anglosajón y centroeuropeo hasta que magrebíes y kenianos se adueñaron casi por completo de las pruebas. Kenia y Etiopía se disputaban la primacía en el fondo, del 5.000 a la maratón. En los lanzamientos y en pruebas técnicas, hasta cierto punto caras, como el salto de pértiga, centroeuropeos, escandinavos y eslavos garantizaban una porción sustancial de los éxitos en Juegos y Campeonatos del Mundo. En las mujeres, se reproducía un paisaje parecido, con la frecuente presencia de grandes campeonas cubanas en los lanzamientos. Por lo demás, Estados Unidos aparecía, y sigue apareciendo, en una amplísima gana de especialidades.
Esta configuración del atletismo invitaba a teorías de todo tipo, incluidas las raciales. Las fibras rápidas favorecían a afroamericanos y caribeños; el Valle del Rift y las altiplanicies africanas concedían ventajas morfológicas a los fondistas y mediofondistas kenianos y etíopes, que siempre hacían decenas de kilómetros a 2.500 metros de altura para ir y volver de las escuelas (figura recurrente en las informaciones periodísticas), y los europeos se dedicaban a los lanzamientos y algunos saltos porque no les quedaba más remedio: había más dinero para practicar con los artefactos y más y mejores entrenadores en pruebas menos resultonas mediáticamente. En términos generales, se convirtieron en una especie de refugio de subsistencia en el paisaje atlético.
Este siglo, y más que nunca desde los Juegos de Londres hasta aquí, ha empezado desarticular tópicos. Se diría que el atletismo se ha democratizado, o fragmentado, arrasando con buena parte de las teorías que explicaban cómodamente los mapas de poder. Stona es tan jamaicano como Usain Bolt, pero sólo esprinta en el círculo de lanzamientos para colocar el disco de dos kilos 70 metros más lejos. En los últimos años, Anderson Peters, de la pequeña isla de Granada, el keniano Julius Yego o Keshorn Walcott (Trinidad y Tobago) han sido habituales en los podios de los Juegos Olímpicos y Mundiales. El deportista más popular en la India, el país más poblado de la Tierra, es Neeraj Chopra, campeón olímpico de lanzamiento de jabalina en los Juegos de Tokio. Los canadienses, con el fabuloso Ethan Katzberg, oro en martillo, asoman frecuentemente a las medallas. Lo mismo ocurre en mujeres: la colombiana Flor Denis Ruiz será una de las favoritas hoy en la prueba de jabalina.
La nómina de finalistas en la jabalina, antaño territorio de atletas bálticos, alemanes y checos dice todo del cambio estructural que se ha producido en el atletismo: un checo alemán, un moldavo, tres finlandeses, dos antillanos, un keniano, un indio, un brasileño y un pakistaní (Nadeem). Si esto no es una revolución.
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