La final del kitsch
En un torneo donde todo rechina menos sus finalistas, los sillones del palco presidencial del estadio Rey Fahd se llevan la palma: ni en la casa que Alaska y Mario Vaquerizo comparten en Madrid tendrían cabida unas tronas tan kitsch, tan demodé, pese a contar nuestros afamados artistas con una habitación pintada de rosa y presidida por dos jaguares de porcelana, que no es poca cosa a la hora de establecer los estándares estéticos de cada uno. De los éticos, mejor ni hablar, pues esta Supercopa se los dejó en casa el mismo día que se firmaron los contratos del trasvase, tan arrinconados y tristes como las hinchadas de los equipos participantes.
En lo deportivo, Real Madrid y Barça llegan al partido con la ilusión compartida de hacer la puñeta al rival, más que de levantar el propio trofeo en cuestión, que ya no parece gran cosa por mucho que se asiente en un prefijo tan esplendoroso. No es culpa suya. En un país que parece empeñado en devaluar sus propias competiciones por meros intereses especulativos o comerciales, a la Supercopa se la fue vaciando de contenido y significado hasta quedarse en lo que hoy se nos presenta: un torneo disputado a miles de kilómetros de su propio apellido y en el que un gran Clásico del fútbol mundial puede no alcanzar para llenar un estadio de 60.000 localidades.
Todo parece indicar que el Barça le puede poner un poquito más de empeño que el Madrid, aunque eso tampoco quiere decir gran cosa. Haber ganado tanto en los últimos años templa los nervios y asienta los estómagos, una combinación que puede resultar perjudicial ante un equipo famélico e inescrutable como el de Xavi, a ratos cojo y a ratos centelleante, siempre pendiente de la dirección del viento, la posición de la luna y el número de balones que pasen por los pies de Pedri, que es la única constante puramente futbolística en todo este entramado. Todo cuanto ocurra en el campo lo verán Rubiales y las directivas de ambos clubes desde el palco presidencial, sentados en esos sillones como de boda en Las Vegas. Nos queda la esperanza de que en algún momento despierten de su ensoñación, adivinen el espanto que los rodea y se pregunten qué carajo pintan ahí, con lo bien y lo cómodo que está uno en su casa.