La fiesta
Los malagueños tenían ganas de ver fútbol de primer nivel en un año en que el equipo de la ciudad parece abocado al descenso. El buen aficionado no busca tanto “espectáculo”, como vivir un día de “fiesta”. No es lo mismo: el espectáculo constituye un evento, normalmente dotado de cierta formalidad, protagonizado por unos especialistas y consumido pasivamente por los espectadores. Por el contrario, la fiesta -como la Semana Santa- implica la participación efusiva en un marco extraordinario -es decir, un paréntesis del tiempo ordinario-, en el que podemos salir de nosotros mismos, romper con la habitual y diaria contención de emociones y dejarnos llevar por la catarsis.
Las clases altas siempre tuvieron sus diversiones refinadas, como la ópera. Pero las salas de teatro y los cines de barrio resultaban contextos populares para el jolgorio: la gente aplaudía o abucheaba, se manifestaba ruidosamente con no pocas dosis de humor y aun comentarios apicarados. El triunfo de las convenciones del decoro y las normas de etiqueta de la burguesía, incluyendo el respeto a los artistas y a su trabajo -convertido en profesión-, aplaca hoy cualquier manifestación exacerbada en la mayoría de espectáculos. El silencio, o las expresiones comedidas, ejemplifican el uso civilizado de los espacios públicos. Incluso en la playa se censura como barriobajero que alguna madre llame a gritos a su Joshua de turno o que los chavales pongan la música demasiado alta.
Frente al imperio de la discreción, la mesura y el trato correcto, se yergue ese padre de familia que se desgañita con la selección llamando “gabacho” al árbitro, vocifera acaloradas instrucciones a Luis de la Fuente que este no puede oír y considera que es su obligación contribuir a presionar al rival abroncando de malas maneras a Sorloth. No es que me parezca un ejemplo de educación, pero comprendo que a ese hombre tal vez ya no le queden lugares ni tiempos donde expresarse emotiva y visceralmente, como hacemos en los escasos momentos de fiesta en que nos dejamos ir y reconocemos, por unos instantes, que, por debajo de las capas civilizatorias, late en cada uno de nosotros un animal sanguíneo e irracional.