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El otro día me acordaba de la serie Dallas, que TVE emitió más o menos entre el Mundial de Argentina 78 y España 82. Los que sepan de qué hablo recordarán las famosas barbacoas que J. R. organizaba en su rancho, unas reuniones familiares que siempre terminaban mal. En realidad, se trataba de un ingenioso truco de los guionistas para juntar en un mismo sitio a todos los personajes de la serie, y así el espectador se ponía al día de las múltiples tramas. Y si me acuerdo de Dallas es precisamente por este aire de barbacoa familiar que tiene el Mundial, y más en un decorado tan de cartón piedra como es el de Qatar.

Durante un mes se reúnen los grandes protagonistas del fútbol actual y se crea una promiscuidad que obliga a los aficionados a actualizar filias y fobias. Los compañeros de equipo se convierten en rivales entre selecciones, y los adversarios habituales en la liga visten de repente la misma camiseta de su país. Algunos jugadores ya retirados hacen su aparición en las gradas, como viejas estrellas que se resisten a ser olvidadas, y en los partidos sin vínculo emocional los aficionados escogen favorito por las razones más curiosas: recordar unas vacaciones fantásticas en Túnez, tener un primo que trabaja en Canadá, apoyar a Países Bajos para poder decir “la naranja mecánica”.

En esta mezcla de culturas, los detalles extradeportivos también inclinan la balanza. Un ejemplo: en un duelo tan marcado políticamente como el Irán-Estados Unidos de anteayer, mis simpatías eran para los iraníes, por las protestas de sus jugadores contra el gobierno de su país. Asimismo, la barbacoa del Mundial nos obliga también a cuestionar nuestras fidelidades más firmes y nos sitúa ante el espejo de la duda, y si no que se lo pregunten a los miles de barcelonistas que ayer no sabíamos si alegrarnos por la clasificación a duras penas de nuestro delantero actual, Lewandowski, o celebrar por todo lo alto la victoria y pase de nuestro mito (en el exilio), Leo Messi. Polonia y Argentina eran secundarios.