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Empiezan los octavos de final en el Mundial y mi hija Maya, a punto de cumplir 15 años, está feliz porque juega Argentina. El día en que la Albiceleste debutó, vino a casa con un parte disciplinario del colegio. Junto a otros seis alumnos, les habían pillado siguiendo el partido a través del móvil de uno de ellos, mientras la maestra explicaba inglés. Por supuesto que en casa se ganó la correspondiente regañina: los padres debemos reforzar las decisiones de los profesores.

Cuando le pregunté qué había pasado, se justificó con un escueto alegato: “Jugaba Argentina”. En su presencia me mostré contrariado y participé activamente del rapapolvo que lideraba su madre. Pero reconozco que me marché a mi despacho con una media sonrisa.

Los ingleses inventaron el fútbol, pero los argentinos le aportaron la chispa de irracional emoción y contagioso apasionamiento. Además, de la misma manera que Irlanda contribuyó al mundo con James Joyce y Austria con Mozart, Argentina nos regaló el más genial jugador de todos los tiempos. Durante el Mundial del 82, Claudio Gentile cosió a patadas a Maradona. Yo tenía 10 años y creo que aún recelo de los italianos por aquel marcaje asesino. 40 años más tarde, mi hija no quiere perderse un partido de Messi porque dice que merece retirarse con una Copa del Mundo.

Resulta sorprendente qué cuestiones nos afectan, qué recordamos y qué consideramos que vale la pena en la vida. La escuela es la principal institución de Occidente para enseñar disciplina, esfuerzo y orden. Se supone que son las claves del éxito en el discurrir vital. Pero cuando pienso en aquellos que me han dejado una huella imborrable, y que me han resultado inspiradores, no puedo más que reconocer que también atesoraban una pizca de rebeldía y cierto inconformismo para no aceptar la realidad tal como la autoridad de turno la impone a diario.

Vemos la infancia como una etapa transitoria en la que hay que trabajar duro para alcanzar la plenitud de la madurez. Pero cuando somos mayores, no hacemos más que añorar aquella espontaneidad, la priorización del juego por encima de todas las cosas y la convicción de que las normas de los adultos atentan contra la razón de la alegría y el goce, aquí y ahora.

No impuse a mi hija otro castigo supletorio, como otras veces que han venido quejas del colegio. Que me perdone su maestra de inglés. Pero es que jugaba Argentina.