El Madrid se va al rincón de pensar
Del partido quedará el recuerdo de la exhibición del Barcelona, que no se intimida por la mística madridista.
Nada detiene la locura de la Supercopa de España, que enfrentó de nuevo al Real Madrid-Barça, como manda la letra pequeña del guion que escribieron Rubi y Geri, 10% de comisión incluida para el exjugador azulgrana. Goleó el Barça en una exhibición memorable, solo clausurada por la expulsión de su portero cuando estaba a punto de cumplirse la hora del partido. Uno tras otro, había marcado cinco goles en apenas 30 minutos, cuatro de ellos goles alta gama, favorecidos en casi todos los casos por las desastrosas decisiones del Madrid, inerme durante toda la noche, con las honorables excepciones de Courtois y Mbappé. Sobre todas las consideraciones, una destacó rotundamente: el Barça es el único equipo del mundo que no se siente intimidado por la mística del Real Madrid.
Puede ganar o perder, y en alguna ocasión recibir una lección —en la final del pasado año, el Madrid le trituró con cuatro goles—, pero el Barça está acostumbrado a mirar de frente a su gran rival, sin achicarse y sin los temores que generalmente encogen a los grandes equipos europeos. El Barça está vacunado contra este déficit y el Madrid no encuentra la manera de desmentir esta realidad. En los últimos 15 años, ha recibido cinco goles del Barça en tres ocasiones, además de los seis que encajó en el Bernabéu en mayo de 2009, en la primera temporada de Pep Guardiola al frente del equipo. En octubre, el Barça marcó cuatro goles y no fue una novedad. Ya lo había conseguido en los años dorados de Messi.
El Madrid ha respondido más de una vez con victorias sonoras, de menor calibre que las del Barça. En este siglo nunca ha marcado cinco goles, la significativa mano que ayer saludaba el éxito del equipo azulgrana desde las portadas de los periódicos catalanes. Se ha establecido, por tanto, una ecuación en estos enfrentamientos que al Madrid le resulta desconocida cuando se mide con los demás rivales de su talla.
La exclusividad que se reserva el Barça en los partidos contra su adversario histórico añade una característica que resultó patente en la final de la Supercopa: el estupor que transmite el Madrid, como si no entendiera nada de lo que le sucede. Cuando se le tuercen estos partidos, el Madrid entra en un estado de parálisis, saca la peor versión de sí mismo, refrenda sospechas que apenas asoman contra los demás equipos. Se desnuda, en definitiva.
Fracasó la defensa, que permitió al Barça la clase de goles vertiginosos que generalmente caracterizan al Madrid y defraudó su vigoroso medio campo, superado de punta a punto por la elegante sutileza de sus homólogos azulgrana. Sin verdaderos estrategas, el Madrid dependió del admirable esfuerzo de Mbappé, que se resarció de las críticas que escuchó en el 0-4 de la Liga. Jugó como lo que es, una estrella en toda regla. Su mejor partido en la peor noche del Madrid en muchos años. Así de peculiar es el fútbol.
En el lado contrario, la Supercopa sienta definitivamente a Lamine en la mesa de los reyes actuales del fútbol. No sólo es un sensacional jugador, sino que lo demuestra en las grandes ocasiones, tanto en el Barça y con la Selección. Anotó el gol del empate en una jugada prodigiosa por belleza, suavidad y control. Estrella, por tanto, de primeros goles, de los que cambian el signo de los partidos. Ya ni se cita que tiene 17 años.
Del partido quedará el recuerdo de la exhibición del Barça, un equipo en crecimiento, con picos y valles, que ha ofrecido su mejor versión en los partidos que ha disputado contra los grandes de Europa (Real Madrid y Bayern, 13 goles en total). Al Madrid esta hecatombe le mueve la silla. Le deja pensando.
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