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El Clásico, cuestión de orgullo

En los últimos años los madridistas, salvo maravillosas excepciones, hemos detectado un instinto efervescente del Barça en los Clásicos y un comportamiento relajante y con pasión comedida en el Real Madrid. La ecuación emocional de los Clásicos tiene su lógica. El Madrid ha hecho su historia y la sigue engrandeciendo a base de Champions, mientras que el Barça vive de la fascinación engañosa de Messi (el argentino ni siquiera fue capaz de jugar dos finales de Champions seguidas) y de ese pique deportivo y sociológico que le ha llevado a tener inevitablemente un complejo histórico con ese rival que casi siempre acaba por encima de él. El Barça ha llegado a tal punto de paranoia, que ha llegado a acusar a Gil Manzano de árbitro madridista cuando ellos se han tirado 17 años pagando la indecente cantidad de 7,3 millones de euros al número 2 del Comité Técnico de Árbitros...

El Madrid vive de benditas realidades (la nueva sala de trofeos del remodelado Bernabéu no para de tener reformas sobre el proyecto inicial para dar cabida a tantos títulos), mientras que el Barça vive de sus ensoñaciones y de sus inevitables huidas hacia delante para tapar esa mancha más grande que el chapapote que dejó el Prestige en las costas de Galicia en un intento estéril por negar su terrible evidencia. Pase lo que pase hoy en Montjuïc, al Barça le seguirá tocando remar río arriba para intentar blanquear (verbo que les debe poner muy nerviosos con seguridad) una realidad institucional emponzoñada por su injustificable comportamiento con el colectivo arbitral en busca de una neutralidad que les dio cuatro Ligas con un dopaje arbitral incuestionable.

Por eso, es mejor dejar tranquilo a Gil Manzano y dejar que el talento de Vinicius, Bellingham, João Félix o Fermín decida quien es mejor de los dos gigantes. Si no ocurre nada raro, apuesto todo al blanco.

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