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Don Manuel ya preside el paraíso de los béticos

“El que no quiere al Betis no quiere ni a su madre”, escuché más de una vez (y de 100) a un tío mío que trataba de evangelizar a su manera en la religión de las Trece Barras. A Manuel Ruiz de Lopera le perdían tres cosas en la vida: su madre, el Betis y el dinero. Y no siempre en este orden, desgraciadamente para él y para la reputación que le precedió durante su última etapa al frente del club verdiblanco.

A éste que escribe no le gusta hablar mal de los muertos porque (casi) ninguno lo merece: todos, incluso el más abominable, deberían tener derecho a defenderse y responder. Convertir a Lopera en un santo sería sin embargo mentirle a los lectores, la mayoría de ellos documentados en el particular y muchas veces ‘heterodoxo’ modus operandi de un hombre al que la justicia, sin haberle condenado en lo más importante eso sí, sacó no pocos trapos sucios en su manejo del Betis.

Dinero y Betis. Dos pasiones que acabaron entremezcladas peligrosamente para Don Manuel. Algo de lo que no hay que culparle solamente él: en más de 25 años de profesión periodística no he conocido a un solo dirigente que se acercara y se quedara junto al fútbol (sólo) por amor al arte. El ‘panal de rica miel’, como llamó aquel al mundo de la pelota profesional, corrompe al más puro y dedicado de los forofos. Mal que bien, con la oscuridad de no haber descubierto (ni nos dejaron, los actuales dirigentes, al quitarle los pleitos en 2018), de dónde provenía ese dinero suyo que ‘salvó’ al Betis en 1992, Lopera llevó al club de Heliópolis a lugares maravillosos: dos finales y un título de Copa, un tercer puesto en LalIga, la primera y hasta ahora única participación en Champions, fichajes estratosféricos como Denilson, Finidi, Jarni o Alfonso; la construcción, entonces sólo a medias, de un estadio que acabaría siendo para más 60.000 personas...

A Don Manuel le llamaron de todo lo bueno, lo mereció entonces, y después de casi todo lo malo: pasó de salvador a diablo, de altruista a ditero, de honrado a delicuente. Pero nadie fue capaz de transformar un atributo que siempre formará parte, así lo hubiera querido él, de sus propios apellidos: Manuel Ruiz de Lopera y Ávalos, BÉTICO. En este mundo contemporáneo de listos que construyen pasados artificiales, Lopera siempre fue y será recordado en Sevilla como un gran aficionado verdiblanco. Si existe un paraíso propio para los béticos, el lugar donde un equipo de glorias verdiblancas gana por goleada todos los domingos, Lopera habrá ocupado su sitio en el palco celestial. La historia se mira con un gran angular. Los que le crucificaron, algunos de ellos por intereses que poco tienen que ver con el beticismo, ya habrán suavizado la ira después de su muerte. Dentro de unos años, o quizá no haga falta tanto tiempo, muchos de los que ahora desprecian lo bueno que consiguió no tendrán más remedio que entronizarle.

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