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De Amaia y San Mamés

Creo que fue Groucho el que dijo que dentro de todo viejo hay un joven preguntándose qué demonios ha pasado. Doy fe. Hoy (por ayer, que es cuando escribí esta columna) hago cuarenta y ocho años. ¡Cuarenta y ocho! Tres sobre el tiempo reglamentado, recita mi yo futbolero, y me hace recordar mi chiste favorito del Chavo del Ocho, ese en el que cuando Doña Florinda afirma que ella no es tan mayor, que anda en torno a los cuarenta y cinco, el bueno del Chavo le espeta: “¡Sí, pero del segundo tiempo!”.

Llevo unos días de lo más nostálgico. Diría que en parte es porque el primer partido de la temporada siempre tiene un regusto amargo, a fin de verano y regreso a la rutina (sobre todo si pierde tu equipo). Pero ojalá fuera solo por eso. Hay una razón más triste. La semana pasada nos dejó una buena amiga, nuestra muy querida Amaia Goirigolzarri, una mujer luchadora y valiente y buena. El sábado, antes de que el Madrid nos venciera en San Mamés, estuve escuchando en la explanada exterior del estadio a un amigo común de ella y mío, Jon Maia, que cantó unos bertsos para inaugurar una pieza que el Athletic Club ha creado en homenaje a todos los que han vestido en alguna ocasión la camiseta rojiblanca. Allí donde antes estaban las porterías de Misericordia e Ingenieros ahora lucen dos barras de piedra blanca del tamaño de la línea de gol, señal de que ese lugar fue durante cien años donde aconteció lo importante del juego.

Cuando se disipó la comitiva que inauguraba el monumento, no pude evitar poner los pies sobre la línea blanca de Misericordia e imaginar los postes y el larguero y con los palos todo el viejo y precioso campo, donde crecí como hincha, tierra de mi infancia, mi única patria. Recordé cuánto anhelé de niño estar un día precisamente sobre esa línea, claro que siendo alguien grande y fuerte y seguro, como Zubizarreta. Me sonreí pensando que ahí me encontraba y que los sueños se cumplen, aunque no siempre como imaginamos. Después miré en derredor y suspiré pensando que hace ya diez años que se derribó el viejo y querido San Mamés. Pensé que de alguna manera siempre estará ahí, aun ausente, como nuestra querida Amaia, de quien nos encargaremos que perdure su recuerdo y ejemplo. Y susurré: betirako argia, betirako Amaia.