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Enero siempre fue el mes de estrenar botas. Las buenas, las de debajo del árbol de Navidad, las que traían los Reyes Magos, las de la paga extra, las que sustituían a los borceguíes que sucumbían a los primeros barros del otoño. Ahora es también el mes de las camisetas: como siempre, Sus Majestades de Oriente no han atinado con las tallas a última hora, no han encontrado la zamarra de Brasil y no han podido hacer su magia para bordar la tercera estrella de Argentina a tiempo.

Los gurús de las redes sociales y la autoayuda nos animan a decir que el año debería empezar en septiembre. Para lo demás, quizá; en cuanto al fútbol, no me van a convencer. No soy capaz de ilusionarme ni de hacer propósitos, ni mucho menos de cumplirlos, cuando acaba el verano, se vuelve al curro, la luz del día se acorta y cunde la melancolía. En septiembre las botas eran las que se compraban de urgencia para empezar el curso, las que heredabas de un primo mayor o las que te quedaban pequeñas y estaban medio acartonadas de la temporada anterior. El presupuesto de la vuelta al cole no daba para botas nuevas.

Enero es diferente, crecen las horas de sol, se corona al campeón de invierno (el del calendario gregoriano, a 31 de diciembre; y el del calendario de la Liga, al final de la primera vuelta), se ficha a la desesperada y se hacen proyecciones sobre lo ya jugado. “Si les empatamos en el Camp Nou, igual este año les ganamos en casa”. Espanyol, por favor.

Este 1 de enero regresé a El nadador, esa peli en la que Burt Lancaster va cruzando de piscina en piscina hasta la derrota final. Y el regreso del Mundial me hizo sentirme más aún como aquel personaje, pero ante la pantalla: El espectador, saltando de partido en partido, esperando que todo cobre sentido. Cuando uno tiene un equipo condenado a sufrir, enero lo es todo. Porque ya no hay vuelta atrás. En septiembre queda la bala del cambio de año, ahora ya es cuesta abajo. No por fácil, sino por vertiginoso. Por eso cambiar de botas estos días, ponerse las nuevas, ver lo que queda hasta junio y proyectar partidos gloriosos como piscinas refrescantes anima a seguir adelante hasta el desengaño o el puro alivio final.