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He empezado la colección de cromos del Mundial, no sin serias dificultades para hacerme con el álbum, y me ha escandalizado el precio de los sobres. Ya es oficial: ha muerto mi niño interior. Desde ahora supongo que lo que me queda por delante es una vida de colonoscopias, partidos de pádel y conversaciones sobre implantes de pelo. El caso es que no pensaba hacerla, me había retirado ya de ese mundillo, pero mi compañero de pódcast en AS, Enrique Ballester, me ha convencido para volver. Tampoco es que necesitara demasiados incentivos.

Y es que los cromos son la mejor manera de empezar a sentir el ambiente del Mundial. De familiarizarte con los nombres y caras de algunos jugadores. O al menos eso es lo que trato de repetirme cada vez que me encuentro arrodillado en busca de monedas debajo del sofá para bajar a por unos sobres. Me aferro a la idea de que es un tema profesional. Estoy por desgravar el álbum en la declaración de la renta. Cada vez que voy a comprar cromos, me sorprendo a mí mismo dando explicaciones de más al quiosquero. Doy una ristra de excusas, a cada cual más sospechosa, cuando nadie me ha preguntado nada. Le hablo de unos sobrinos imaginarios, finjo que son para regalo y me llevo unos chicles y revistas intelectuales para disimular. Y me voy de ahí con los sobres bien escondidos, mirando hacia los lados, como si acabara de comprar la Playboy. Luego los abro en completa soledad y los escondo en lo alto de un armario o detrás del retrete, como la pistola en El Padrino.

Admito que de chico me obsesionaba demasiado con los cromos. Había algo en ese olor a adhesivo que era como esnifar pegamento. Tenía repetidos, pero no me gustaba demasiado cambiarlos. Al final cruzaba siempre ese punto de no retorno en el que perdía de vista terminar la colección y entraba en modo ‘síndrome de diógenes’, mi único afán era acumular tantos cromos como fuera posible, sin orden ni concierto. Solo buscaba el subidón de un nuevo sobre abierto, de algún fichaje. Me acuerdo perfectamente de un reportaje en el informativo de Antena 3 en el que hablaban de que alguien había llegado a pagar hasta mil pesetas por el cromo de Freddy Rincón en el Real Madrid. Mi madre comentó algo muy escandalizada dónde habíamos llegado a parar, mientras yo miraba su sortija preguntándome si alguno en la plaza me la intercambiaría por el cromo de Freddy.

Ahora he vuelto a las andadas. Me fijaré en el cromo del jugador con el look más absurdo, el ‘trifon ivanov’ del Mundial, alguien con un collar imposible, un peinado demencial o una elección de vello facial cuestionable. Y apoyaré a muerte a su selección. Tal vez no haya muerto del todo mi niño interior.