Creerse Beckenbauer
Un grito nos ha unido: “¡BE-KEM-BA-GÜER!”. En esa voz, castiza y contundente, está comprendido todo el fútbol. El de los jugadores y el de los hinchas. El del estadio y el potrero. El del bar y el fondo sur. El de la barriada y el palco. El de la admiración y la rabia. El del ánimo y el desprecio. Todos sabemos a quién llamar así. El Beckenbauer de cada partido es el líder y el jugador elegante, el que parece mejor que todos, pero también el que se cree mejor que los demás (y en realidad no lo es) o el que tiene un arrebato virguero, le salga bien o no.
Un futbolista que ha dado nombre a un concepto. No exento de claroscuros en su personalidad, el apellido del káiser del fútbol sigue ejerciendo un poderoso influjo. Su autoridad ha sido enorme. Nacido en 1945, el año del fin de la guerra, su apellido evoca el milagro alemán, y, desde España, explica ese complejo hacia lo germano como sinónimo de modernidad, de eficacia. Es cierto que comenzó dejando ojipláticos a los televidentes mundialistas con dos goles a Suiza en 1966, desplegando su encanto con 21 años como volante ofensivo. Pronto perdimos un grandísimo centrocampista goleador, pero ganamos un mito. Finalista, semifinalista y campeón en tres Mundiales. Una Eurocopa, una Recopa apenas asentado en el Bayern, tricampeón consecutivo de la vieja Copa de Europa, dos veces Balón de Oro como defensa (caso único); campeón del mundo como seleccionador. Beckenbauer. La elegancia y la efectividad, pero también (y eso es lo más difícil) su parodia, en una sola palabra. Él es el futbol alemán, el del miedo a que te atropelle una apisonadora y el del chiste de once que se juntan a jugar y siempre gana Alemania.
La para con el pecho, la baja con el muslo, la duerme con la derecha, mira alrededor, arranca la carrera, cabeza levantada, desborda al delantero, golpea raso, sano, de interior hacia el compañero de espaldas buscando la pared y… “¡BE-KEM-BA-GÜER!”. Suena en cualquier partido este grito eterno, universal. La prueba de que el fútbol es infinito: todo lo que cabe entre creerse Franz Beckenbauer y serlo de verdad.
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