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Aprovechando este parón de selecciones, me lancé en picado a ver el documental de Beckham en Netflix. Enseguida me di cuenta de que tal vez sabía demasiado del inglés porque pocas revelaciones a lo largo de sus cuatro episodios me sorprendieron. Es un documental para iniciados en la materia y yo me considero doctor en beckhamología avanzada. Hasta detecté ciertas lagunas e inconsistencias en el relato, como si yo fuera aquí su biógrafo oficial.

Lo más extravagante del documental resulta cuando nos quieren enseñar el lado más ‘humano’ de Beckham y le observamos haciendo cosas mundanas: Beckham ordenando el armario, Beckham preparando un café, Beckham haciendo unos champiñones a la plancha. Parecen querer contarnos: “¿Veis? Al final es igual que vosotros, vulgares humanos”. El efecto es desconcertante, como cuando Paris Hilton y Nicole Richie salían ordeñando vacas y vestidas de granjeras para un reality sobre la vida sencilla.

Beckham pertenece a esa odiable clase de persona que un buen día decide afeitarse la cabeza porque está harto de su vida y encima le queda bien. A partir de ese momento, nuestros caminos se bifurcan. Somos de especies diferentes. Y está bien que así sea. No trates de ganarte ahora mi complicidad asando unos champis. No me vendas que haces miel. No puedes ser Beckham y un parrillero gordo argentino sudoroso al mismo tiempo. Asume tu rol en esta obra de teatro que es la vida. Eres Beckham, Beckham.

Y luego está su paso por el Real Madrid. Beckham y el Madrid, como decía Edward Norton en El Club de la Lucha, se conocieron en un momento muy extraño de sus vidas: muchos cambios, el ocaso de los galácticos, la dimisión de Florentino, Raúl Bravo de central. Nadie sobrevive a eso. Ni siquiera Beckham. Pudo ser una historia mucho más bonita de la que luego acabó siendo.

Beckham, pese a todo, siempre parece caer de pie. Incluso cuando tropieza. Como el Madrid. Será cosa de guapos. Por eso siempre fui del Madrid, pero me puse del lado de Simeone en el 98. No hay mitología sin antihéroe.

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