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Campeonas por muchas razones

Desde su lejana llegada como deporte de impacto global, una pregunta ha acompañado siempre al fútbol: ¿por qué? ¿qué tiene para llegar a donde llega, congregar lo que congrega y mover lo que mueve? Pocas actividades humanas pueden compararse en dimensión a este peculiar juego que eligió la parte más torpe de nuestra anatomía, los pies, para realizarse.

Así, nos parece normal que en la aldea más remota del mundo los niños lleven la camiseta del Madrid o del Barça, que países paupérrimos o devastados alcancen el éxtasis por un éxito de su selección, que un partido pueda parar una guerra durante dos horas o desatar otra (el cruento conflicto armado que se produjo en 1969 entre Honduras y El Salvador por, entre otros motivos, la disputa de partidos clasificatorios para el Mundial de México 70), que un tipo bajito y de 36 años llamado Messi conmocione la gigante meca del deporte (Estados Unidos) o que los países más ricos del mundo –no necesariamente los más democráticos, justos o igualitarios—desembolsen cantidades obscenas de dinero por albergar una Copa del Mundo o una Liga de estrellas. Así, el fútbol se entromete en el tablero geopolítico mundial como si tal cosa.

Ayer, en el Australia Estadio de Sídney, en la final de la Copa del Mundo femenina, el fútbol volvió a mostrarnos elementos para la reflexión, generalmente ocultos bajo la desbordada y merecidísima celebración de las jugadoras españolas y la inconsolable tristeza de las inglesas. Los apelativos hiperbólicos para unas y otras copan los titulares, los comentarios de radio y los programas de televisión, y nos ocultan las verdaderas razones de los que pasó en el campo y, sobre todo, por qué. En el relato dominante se imponen los argumentos más sanguíneos: la garra, la fuerza del grupo, el carácter sobre el campo de determinadas luchadoras (en su día a eso se le llamó furia española), el crecerse ante la adversidad y tantas otras razones, todos ellas importantes en una final para la historia.

Sin embargo, hace un año la selección femenina absoluta se desangraba por el conflicto de Las Quince, la peor crisis que se recuerda. Un año después somos campeonas del mundo y nuestra federación es, tras la inglesa, la segunda del mundo por ingresos. Por títulos recientes de nuestras selecciones, la primera ¿Qué ha sucedido? Muy sencillo. El trabajo de la federación, de tantos y tantos clubes femeninos cuya labor está sin reconocer y de los estamentos implicados ha permitido no sólo mantener en pie el edificio cuando este se tambaleaba sino incluso alcanzar el nivel de juego y eficiencia que se vio en Sídney contra la gran Inglaterra.

Aquí no estamos hablando de heroicidades ni de gestas más propias de series de dragones y vikingos. Hablamos de planes de trabajo, profesionales empoderados, dedicación al fútbol base y dotación de medios. En definitiva, creer en algo. Es probable que hoy, con el ruido las celebraciones, no se destaque el trabajo que lleva desarrollando la federación desde hace años (Luis Rubiales llegó a la presidencia en mayo de 2018), o el entusiasmo de muchos clubes, grandes y pequeños, desde el Barça al Olympia madrileño, y la labor sorda de los sindicatos de futbolistas, por no olvidar a las familias, imprescindibles por su apoyo y cuidados.

Es justo recordar, pues, que en 2017 la RFEF dedicaba al fútbol femenino tres millones de euros. Esa cifra se ha multiplicado por nueve hasta los 27 millones actuales. Después de EE UU, la delegación española en el Mundial ha sido la segunda más numerosa (93 EE UU, 65 España). Con la selección absoluta viajan médicos, fisios, nutricionistas, encargados de la seguridad, equipos de comunicación, directivos federativos y representantes institucionales, encargados de los desplazamientos, profesionales de marketing… Es decir, el mismo apoyo que acompaña a la selección absoluta masculina. Es difícil encontrar otro combinado femenino en el mundo con semejante staff.

Antes de 2018, del fútbol femenino se encargaba una persona en la federación y estaba diluido en secciones inferiores y fútbol juvenil. Ahora existe el Departamento del Fútbol Femenino, dirigido por Ana Álvarez Mesas y un equipo de siete personas. Se ha creado también el Observatorio de la Igualdad, dirigido también por una mujer, Elvira Andrés, vicepresidenta de la RFEF. La española es la federación con más selecciones femeninas del mundo (seis). En 2017 no existían ni la Sub-15 ni la Sub-23. En 2022, la Sub-20 y la Sub-17 se proclamaron campeonas del mundo.

En este tiempo, las jugadoras han visto mejoradas sus dietas y sus primas (cobran porcentualmente en función de los ingresos, como los hombres). En el periodo de 2018 a 2023 las internacionales han empezado a cobrar derechos de imagen por acudir a la selección.

La RFEF ha facilitado el viaje de familiares al Mundial de Australia y Nueva Zelanda con ayudas de 15.000 euros a cada jugadora. El Plan de Conciliación que Rubiales firmó con las capitanas tres meses antes del Mundial ha permitido que jugadoras como Irene Paredes o Ivana Andrés hayan acudido con sus hijos y sus parejas.

Existe ya un fondo fin de carrera, llamado Futura, para todas las jugadoras de las tres primeras categorías de fútbol y la primera categoría de fútbol sala. Se dignifica así el retiro y se ayuda a que las jóvenes apuesten por el fútbol como medio de vida. Las extranjeras podrán acceder al programa cuando lleven más de tres años en nuestro fútbol; las nacionales, el primer año.

Todo esto se ha hecho sin subvenciones del Estado, generando recursos y empleándolos, y creyendo en el fútbol femenino. Celebremos pues el golazo de Olga Carmona, la clase de Aitana Bonmatí y la furia de Salma Paralluelo. Pero no olvidemos a los que desde despachos, vestuarios, consultas y otros puestos de trabajo mantienen y engrandecen nuestro fútbol femenino. Los que tuvimos la fortuna de asistir al España-Inglaterra los vimos trabajar. Estaban allí, locos de alegría. Ellos también metieron el gol de Olga Carmona para ganar la soberbia e histórica final de Sídney.