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Si ya me caía bien el Sankt Pauli, ahora que ha decidido vetar en categorías inferiores a los representantes y a los coaches, me cae todavía mejor. La decisión se ha tomado para proteger a los jóvenes jugadores de los males del fútbol hipercapitalista, con el razonamiento de que el club trabajará directamente con el entorno natural de los niños. Esto es importante, porque no estamos hablando de jugadores de fútbol, sino de niños que practican ese deporte llamado fútbol.

La mayor virtud del fútbol, como en todos los deportes grupales, es la de la generación de un equipo de personas que trabaja por un mismo objetivo. Tanto representantes como coaches buscan, por el contrario, el interés del individuo. Algún coach protestará al leer esto, diciendo que existen los coaches grupales. Y es cierto, pero en fútbol se llaman entrenadores y los provee el club.

La proliferación de este tipo de personas en el entorno del jugador es un fenómeno que se ha dado de arriba abajo. Los representantes llegaron al fútbol para defender los intereses del jugador (el trabajador) ante el club (el contratante), pero es evidente que con el tiempo demasiados de ellos devinieron una suerte de cazatalentos que buscaba el pelotazo rápido. Hoy en día ya no vienen solos, sino que trabajan acompañados de jefes de prensa, community managers, entrenadores personales y asesores emocionales que, en conjunto, convierten al jugador en una marca a la que se le dice cómo comportarse, qué decir y qué pensar. Aislados en esa torre de marfil, los jugadores necesitan de un acompañamiento que les recuerde cada día lo buenos que son y lo importante que es que sean felices, a base de pildoritas de rápida digestión y palmaditas en la espalda.

Uno de los lemas de la filosofía es “atrévete a pensar”, porque pensar tiene que ser a veces incómodo y siempre un deporte de riesgo. Ojalá los jugadores tuvieran cerca siempre a alguien que les recordara lo que no quieren a veces escuchar. Ahí fuera hay un mundo que no debe mirarse siempre con la lupa del estado de ánimo, un mundo del que ellos son parte. Por supuesto que uno tiene derecho a estar triste. Pero muchas veces, el mejor remedio contra la tristeza es dejar de mirarse el ombligo y remangarse para ayudar a los demás.