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Aeropuertos y Amaviscas

Los futbolistas de la infancia, como los amores de verano, te dejan pinchado en el corcho de una época concreta de tu vida. Da igual el tiempo que haya pasado, sigues balbuceando estupideces cuando te cruzas con esa chica de un curso más y sigues teniendo pósters de tus jugadores favoritos por las paredes de tu memoria. No se ha inventado una máquina del tiempo más perfecta que una colonia, que una chica que te gustó durante un verano o que el fútbol de la infancia. El otro día tenía un vuelo a las seis de la mañana. En cuanto oí el despertador a las cuatro quise abandonar mi vida en aquel mismo instante, renunciar a todas mis responsabilidades y morir. Todavía no me explico cómo pude llegar. Ya en el aeropuerto, mientras trataba de reiniciar mi propio sistema nervioso con un café, me encontré con una silueta que me resultaba familiar en la puerta de embarque. No era otro que Amavisca, el puñal de Laredo, campeón de Europa con el Real Madrid y oro olímpico en Barcelona ‘92. Y uno de mis jugadores favoritos de siempre.

Pero, por supuesto, no dije nada. No soy esa clase de persona. No voy por ahí expresando mis sentimientos y dirigiendo la palabra a nadie antes de las ocho de la mañana. No soy un psicópata. Por eso, en cambio, me quedé mirándolo en silencio fijamente desde cierta distancia durante más de veinte minutos. Estaba tan emocionado que escribí a tres amigos antes de despegar para contarles mi encuentro. Amigos que ven normal recibir en plena madrugada un enigmático mensaje que tan solo reza: “Estoy con Amavisca en un avión”. Uno me respondió al poco “¿Qué tal le viste?”, mostrando genuino interés, como si me hubiera encontrado con un viejo conocido al que hace tiempo que no vemos los del grupo. Otro me dijo “La semana pasada soñé con él” y tampoco quise indagar mucho más.

Todos tenemos nuestro propio Amavisca, ese jugador de tu equipo que te lleva a una época determinada, laxa y eterna al mismo tiempo, en la que te aficionaste para siempre al fútbol y que escogiste como favorito por cualquier razón estílico-futbolística: su pelo, sus botas o su forma de moverse por el campo. Pero que era tu protegido. Cuando vi a Amavisca, vinieron de golpe a mi cabeza las imitaciones que hacíamos en nuestro campo de grijillo de su celebración-genuflexión, el 5-0, aquella vez que se le dobló el codo en un ángulo imposible durante un partido, su camiseta que un amigo me regaló de la Eurocopa del 96 y esas concentraciones en Puente Viesgo. De cuando los veranos eran eternos.