38 días y catorce mil seiscientas noches
Un autobús escolar en cuyo rótulo, en lugar del número de línea, aparece escrito “AUPA ATHLETIC”. Los niños, con las camisetas rojiblancas sobre el jersey y las chaquetas abiertas para que luzcan las rayas, recibiéndolo con aplausos y vítores a los que el conductor se une con bocinazos que resuenan en las paredes de los edificios. El camarero, que a cada cortado o con leche que sirve, susurra al cliente: “este año sí, ¿verdad?”. Las banderas que vuelven a brotar en los balcones como las flores en primavera. Las palmadas en la espalda, los abrazos, las sonrisas cómplices de aquellos que se saben hinchas y que la noche anterior abarrotaron San Mamés.
El pasado viernes fue un día mágico en Bilbao, el primero de los treinta y ocho que separan la semifinal de la gran y última cita. La ilusión ya desborda la ciudad a la que más importa la Copa, ese trofeo con el que ha soñado los últimos cuarenta años, las últimas catorce mil seiscientas noches. Será difícil contenerla en las próximas semanas, a medida que la final se vaya acercando.
En general los athleticzales se dividen ahora en dos grandes grupos: los eufóricos, que ya tienen pensado hasta desde dónde verán la Gabarra, y los contenidos, que prefieren no hacerse ilusiones y recuerdan, como quien convoca un fantasma con ánimo de que no aparezca, las últimas finales perdidas. Algunos, entre los que me incluyo, pasamos de un grupo a otro sin solución de continuidad y varias veces al día. A ratos soñamos con el domingo 7 de abril, el más bello festivo de los que puedan venir, y sonreímos; a ratos recordamos las lágrimas de Bucarest y una sombra se hace con nuestra mirada.
Este año, en mi caso, la final tiene un ingrediente nuevo. Mi hijo mayor tiene trece años y soñamos juntos. De alguna manera, es su primera final adulta, una cita que, pase lo que pase, la veamos donde la veamos, no olvidará el resto de su vida. Desde el jueves, cada día, a ratos nos miramos y sonreímos abobados. Supongo que él en esos momentos piensa en la victoria. A los niños les fascina ganar. Yo también quiero la victoria, claro. Pero yo sonrío porque recreo un abrazo. El que le daré, sea cual sea el resultado, rodeados los dos de un mar rojiblanco.