El primer partido es real, corresponde a la promoción de la 1943-44, en la que el Espanyol se mantuvo en Primera. El Alcoyano subió el año siguiente, así que la 45-46 fue la de su aparición entre los grandes. El entrenador y factótum de aquel éxito se llamaba Ramón Balaguer, exjugador del Levante. Nacido en el Cabanyal y criado en el ambiente portuario, fue republicano, como sus hermanos Antonio y José, también jugadores. Se inscribieron los tres como brigadistas en una columna de milicianos y lucharon en el frente de Teruel. Antonio llegó a capitán. Tras la guerra, José sufrió condena de muerte, conmutada primero por pena perpetua, luego muy reducida. Antonio pasó cárcel y no pudo ser entrenador por desafecto. Ramón sólo estuvo unos pocos meses en el frente, a causa de una enfermedad de pulmón. Entre eso y un juez levantinista amigo pasó poco tiempo de cárcel y salió limpio.
El pulmón le retiró joven, pasó de jugador a entrenador en el propio Levante y se fijó en él Perez-Payá, presidente del Alcoyano, cuyo apellido compuesto sonaría mucho por su hijo José Luis, jugador de la Real, del Atlético y del Madrid, donde coincidió con los inicios de Di Stéfano. Llegaría a ser presidente de la Federación.
Balaguer llegó como entrenador del Alcoyano en la 42-43, y fue el artífice de la gran época. No hace mucho leí el libro 40 históricos del fútbol valenciano, de 1988, una recopilación de entrevistas de Jaime Hernández Perpiñá con viejos ídolos del deporte valenciano publicadas en el periódico Las Provincias. Incluía una con Balaguer y había estas pregunta y respuesta sobre “la moral del Alcoyano”:
—¿A qué se debía exactamente?
—A que los partidos los ganábamos o los perdíamos 5-4, 4-3, los empatábamos a cuatro, a tres, a que siempre jugábamos al ataque, siempre cara al gol contrario, aunque estuviésemos perdiendo 4-0, siempre con mucha moral. ¿Estamos? Y, claro, todos los públicos se quedaban con nosotros, porque nunca dábamos un partido por perdido.
Es el único testimonio de un protagonista de la época que he podido consultar. Luis Casanova, hijo del presidente del Valencia del mismo nombre, niño en aquella época, también lo recuerda así, como un equipo animoso, luchador, inasequible al desaliento, y coincide en que viene de ahí. Lo del 7-1 y lo del 13-0 (si esto último existió) fueron posiblemente jocosas aportaciones cuando la frase ya rodaba.
La fama de aquel afán que caracterizó al Alcoyano de esos años se vio muy amplificada por dos sucesos coperos. Ya queda dicho que apareció en Primera en la 45-46. Fue el último y bajó. Tras la Liga se jugaba la Copa. Le tocó el Athletic de Bilbao, campeón de las tres ediciones anteriores, y para sorpresa de toda España pasó el recién descendido con un 3-3 en San Mamés y un 2-0 en El Collao. ¡Era el Athletic de Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza! Aquello causó estruendo nacional. En cuartos jugó con el Madrid, que empató 2-2 en El Collao y sudó tinta pare eliminarle (2-0) en la vuelta en Chamartín.
En la 47-48 volvió a jugar en Primera. Esta vez en la Copa le tocó en Valencia, flamante campeón de Liga, y la eliminatoria (3-2 en Mestalla, 1-0 en El Collao) necesitó de desempate en Castellón, donde por fin pasó el Valencia (1-0). Forzar el desempate ante el campeón de Liga fue otra campanada.
Esta vez se mantuvo. Fue décimo en la 47-48, su mejor clasificación, por delante del Madrid. En la 48-49 bajó, en la 49-50 subió de nuevo, en la 50-51 volvió a bajar y ya no regresó.
Su estilo fogoso, su insistencia en retornar tras los descensos, los dos campanazos en la Copa, el ímpetu de su delantero Quisco, un bigotudo de Molina de Segura con aspecto magrebí, y el hecho de pertenecer a una ciudad menor que las del resto de equipos de Primera hicieron que su peripecia fuese mirada con la mayor simpatía. Y la moral del Alcoyano se convirtió en leyenda nacional.
Hace 70 años que no regresa a la superficie de nuestro fútbol, pero aún suenan los ecos de aquella aparición. Como la de un ser mitológico cuyo recuerdo mantiene vivo la tribu en transmisión oral de padres a hijos.