El mejor sin los mejores

El miércoles por la noche, el Liverpool arrolló al Everton en el derbi de la ciudad (5-2). Lo hizo sin Salah, Firmino, Fabinho, Henderson, Matip ni Alisson. Algunos no podían jugar, pero otros fueron reservados por Klopp en una rotación sorprendente. Y pese a ello, el campeón de Europa, con solo cinco titulares de la final de Madrid, volvió a ser el mismo rodillo que aúna intensidad y precisión, que te destroza con relámpagos coordinados. Da igual a quien pongas: la idea, los conceptos y la psicología colectiva están tan implantados que la identidad de los ejecutores es casi anecdótica.

Es muy difícil conseguir algo así en la era de los egos, de los ganadores que se duermen en la complacencia, de los grandes nombres como principales factores desequilibrantes, de los suplentes que se deprimen o se cabrean porque no juegan. Pone en valor el entrenamiento integral: aquel que no sólo tiene que ver con la pizarra, sino que incide también en el hambre, en el deseo, en la manera de vivir y competir. Klopp es un contagiador de entusiasmo y esa parcela está muy infravalorada en la era de la metodología táctica sofisticada. El Liverpool es ahora mismo el mejor equipo del mundo pese a que está lejos de poseer a los mejores jugadores.

Y ese es otro mérito de Klopp: en la gala del Balón de Oro del pasado lunes, cuatro futbolistas de su Liverpool se colaron entre los siete primeros. Y ninguno de ellos, cuando llegó a Anfield, era un claro aspirante a acabar en un top-10 mundial. El funcionamiento colectivo del Liverpool y su convencimiento desacomplejado le han catapultado a la élite.

Lo de Mané merece capítulo aparte. Los estereotipos lo siguen dibujando como un atacante que destaca por su velocidad y por su intensidad en la presión. Sin embargo, las dos asistencias que dio en los dos primeros tantos del derbi revelan —si es que era necesario a estas alturas— algo más: visión de juego, finura en los gestos técnicos y lectura perfecta de los tiempos. Es un crack y no solo una bala.