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AS COLOR: Nº 243

Todo el mundo ama al 'underdog'

Del Maracanazo al Leicester... A veces la historia deportiva no la escriben los campeones habituales, sino sorprendentes ganadores.

El entrenador del Leicester City, Claudio Ranieri, con el trofeo de la Barclays Premier League.
Carl RecineREUTERS

Decían en la película Amores perros que “también somos lo que hemos perdido”, pero hay perdedores recurrentes que se niegan a perder. Aunque únicamente sea por un instante, tal vez quince minutos de fama warholianos, con un poco de suerte toda una temporada deportiva entera. Son, en un término sacado de la cultura anglosajona, auténticos underdog, perros de pelea que están debajo de su contrincante, con el peso del destino en su contra, las babas del contrario cayendo sobre su frío sudor, colmillos de presa a punto de atrapar su cuello, pero que al final ganan para convertir su éxito en una entrañable sorpresa inesperada (siguiendo con términos angloparlantes, upset llaman los británicos a esa victoria sorprendente). En un estallido de empatía comunal, en un regocijo de todos, en una aparente vida plena de justicia para aquellos que nunca tienen suerte. En un mundo mejor, habrá que decir, aunque sea impostado, momentáneo y ficticio. De ilusión también se vive.

Con su triunfo en la Premier League del curso pasado, el Leicester se convirtió en la última cinderella (Cenicienta) hasta ahora de una lista que un escribano comenzó a escribir con caligrafía a mano alzada el 16 de julio de 1950. Ese día 200.000 brasileños llenaron el Estadio de Maracaná para ver a su selección nacional proclamarse campeona del mundo (de hecho, tal era el favoritismo local que ya se habían vendido 500.000 camisetas con la inscripción “Brasil Campeâo 1950” y el estadio estaba decorado con pancartas que decían “Homenaje a los Campeones del Mundo”), pero se les olvidó un factor: Uruguay, que con goles de Schiaffino y Ghiggia remontó el tanto inicial de Friaça y se adjudicó el título para establecer para siempre el archiconocido Maracanazo. “Fue después de la carrera, al ver a la gente petrificada, desesperada, cuando me di cuenta: nadie fue nunca tan lejos como nosotros ese día”, aseguró años después, en 2009, el autor del gol de la victoria uruguaya. Ese “tan lejos” expresado por Ghiggia explica perfectamente otras gestas de underdogs en el balompié mundial, como es el caso la selección danesa en la Euro de 1992 (la Guerra de los Balcanes provocó la expulsión de Yugoslavia y la entrada de Dinamarca, que se adjudicó, sin su máxima estrella, Michael Laudrup, el campeonato en Suecia con únicamente diez días de entrenamiento y tras recopilar a última hora un equipo cuando todos sus integrantes estaban ya de vacaciones en la playa) o de la selección de Grecia en la Euro de 2004 (lejos de cualquier favoritismo, el combinado griego se hizo con el título en Lisboa ante la Portugal de Cristiano Ronaldo tras vencer todos sus partidos de eliminatoria directa por 1-0); pero sobre todo explica dos increíbles historias. La primera, la del Nottingham Forest entrenado por el mítico Brian Clough, que pasó de jugar en la Second Division en la temporada 1976/1977 a proclamarse campeón de la First Division (antigua Premier) en el curso 1977/1978 y de la Copa de Europa en las campañas 1978/1979 y 1979/1980. La segunda, la victoria de la aficionada Corea del Norte, formada por soldados, electricistas o impresores, ante Italia en el Mundial de 1966. Doo Ik Pak, un dentista, marcó el gol del triunfo para eliminar a una Italia democristiana en la que su seleccionador Fabbri dejó sin alinear a su jugador más talentoso, Gigi Meroni, aquella mariposa que volaba en el Torino, llevaba el pelo largo, vivía en pecado con una mujer casada, leía poesía, fumaba porros y murió atropellada un año después por el coche de un aficionado del Toro que se acababa de sacar el carné de conducir (Attilio Romero, que más tarde fue presidente del club y le llevó a la quiebra en 2005) a la salida del estadio tras ganar un partido a la Sampdoria. “Roma no fue construida en un día, pero yo no estaba a cargo de esa tarea”, que diría el genial Clough para intentar razonar tantos acontecimientos sorprendentes. Si es que acaso eso fuera posible.

Aunque Richard Ford escribe en su novela El periodista deportivo que el deporte nos enseña que “en la vida no hay nada trascendental”, ya que “las cosas siempre vienen y se van, y eso es ley de vida”, lo cierto es que algunos underdogs sí que han logrado trascender en el imaginario colectivo. El triunfo de Sudáfrica ante la Nueva Zelanda de Lomu en el Mundial de rugby de 1995 dio para varios libros y hasta para una película de Hollywood dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Matt Damon y Morgan Freeman (quizá el cine japonés debería hacer también una película con la histórica victoria de su selección ante la citada Sudáfrica, doble campeona del mundo, en el Mundial de 2015); y, en cierto modo, Söderling, la selección argentina de baloncesto, los New York Giants y Rulon Gardner también podrían tener su hueco en una cinta de celuloide. El sueco, por infringir la primera derrota en Roland Garros al por entonces tetracampeón Rafa Nadal, que acumulaba 31 partidos ganados consecutivos sobre la arcilla parisina y luego vencería el torneo otras cinco veces más. Los argentinos, por acabar en septiembre de 2002 en el Mundial de Estados Unidos con una década de imbatibilidad (58 partidos ganados) de la selección estadounidense, plagada de profesionales de la NBA. El conjunto neoyorquino, porque un pase de touchdown de Eli Manning a Plaxico Burress a falta de 35 segundos para el final le dio el triunfo en la 42ª edición de la Superbowl ante el mejor equipo de fútbol americano del siglo XXI, unos Patriots de Tom Brady que llegaron invictos a la cita. Y el luchador estadounidense porque consiguió una gesta prácticamente irrepetible: vencer en la final de la categoría de 130 kilogramos de lucha grecorromana de los Juegos Olímpicos de Sídney 2000 a un luchador invencible, Alexandr Karelin, que hasta ese momento acumulaba quince años sin perder ningún combate en ninguna competición, tres medallas de oro olímpicas y nueve títulos de campeonatos mundiales mediante. “Siendo realista, no pensaba que podía ganarle”, reconoció el luchador estadounidense tras vencer al ruso.

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Jason CairnduffREUTERS

Precisamente, en esta historia de underdogs también hay espacio para las dos grandes potencias mundiales que gobernaron el mundo mientras un muro en Berlín lo dividía en dos. Estados Unidos y la Unión Soviética, capitalismo versus comunismo, cuentan con dos episodios inolvidables y sorprendentes en el mundo del deporte. El primero de ellos se sitúa en Múnich en 1972 en la final masculina olímpica de baloncesto: una polémica canasta sobre la bocina de Sergei Belov (la jugada se repitió tres veces por problemas con el cronómetro) dio el triunfo por 51-50 a la Unión Soviética para acabar con una racha de siete oros consecutivos y todos sus encuentros saldados con victorias para los estadounidenses, que nunca han reconocido esta derrota y se niegan a recoger su medalla de plata. La venganza americana, en cualquier caso, llegó ocho años después en los Juegos Olímpicos de Invierno de Lake Placid 1980. Con la Guerra Fría y el anunciado boicot del presidente estadounidense Jimmy Carter a los Juegos Olímpicos de Moscú 1980 por la participación soviética en la Guerra de Afganistán como telón de fondo, la selección estadounidense de hockey hielo masculino, formada por universitarios, derrotó en semifinales por 4-3 a la potente Unión Soviética, que se había alzado con la medalla de oro en los anteriores cuatro Juegos Olímpicos disputados. El encuentro, considerado por la Federación Internacional de Hockey sobre Hielo como el mejor del siglo XX, fue denominado el “Milagro sobre el hielo” (“Miracle on ice”) e incluso Disney hizo una película sobre ese partido (también hay un documental, Red Army, que se adentra en la historia de selección soviética imbatible). El triunfo estadounidense fue una sorpresa de un tamaño tan gigantesco que para poder entenderlo lo mejor es leer este texto que escribió Dave Anderson, excolumnista de The New York Times premiado con el Pulitzer, un día antes del choque: “Salvo que el hielo se derrita o salvo que Estados Unidos o cualquier otro equipo haga un milagro como hizo Estados Unidos en 1960, los rusos ganarán fácilmente su sexta medalla de oro en los últimos siete Juegos Olímpicos disputados”, escribió categóricamente.

Pero como descubrió un día después Anderson, no hay nada categórico para los underdogs, ni siquiera en un deporte como el boxeo, plagado de mitos y leyendas. Con apenas 24 años y siete peleas disputadas, Leon Spinks derrotó el 15 de febrero de 1978 tras quince asaltos al considerado por muchos como el mejor deportista de la historia (dentro del deporte y fuera también, por lo que representó), Muhammad Ali, que llegó a la cita como doble campeón mundial (de la Asociación Mundial de Boxeo y del Consejo Mundial de Boxeo) y con un salvoconducto de 55 victorias en 57 combates. La sorpresa fue gigantesca, pero la historia del noble arte todavía guarda en su memoria una sorpresa mayor, “la mayor sorpresa de la historia del boxeo”, también en un lejano mes de febrero, si bien de 1990: el KO de Buster Douglas a Mike Tyson en el décimo asalto de su combate en Tokio. “¡Mike Tyson ha sido noqueado! ¡Increíble!”, acertó a decir, casi sin palabras, el narrador de la cadena de televisión HBO cuando el boxeador neoyorquino cayó en la lona. Motivos no le faltaban: Tyson llegó en el mejor momento de su carrera a la cita, que estaba considerada como un ‘entrenamiento’ antes de que se enfrentara a Evander Holyfield, con 37 victorias (33 por KO, 17 de ellos en el primer asalto) y cero derrotas; y las casas de apuestas le daban como favorito por 42 a 1. Pero Douglas, que declaró después del combate que había ganado gracias al apoyo de su madre, la única persona que creyó en él, ganó; aunque no le sirviera de mucho: hundido psicológicamente pese a su triunfo por el fallecimiento de su citada madre (“No quería pelear más”, llegó a reconocer), el púgil de Ohio perdió ocho meses después de forma rotunda ante Holyfield y bebió y comió hasta que en 1994 estuvo tres días en coma víctima de sus excesos de todo tipo. Al menos, Douglas ahora es un feliz padre de familia, escritor de libros de cocina para diabéticos, que vive en un rancho.

Y es que después, de hecho, el underdog, como ocurrió con Douglas, casi nunca vuelve a ganar. Pero es algo que ya no tiene importancia. No hacen falta explicaciones, nadie lo ha descrito mejor que Claudio Ranieri, entrenador del citado Leicester campeón: “He entrenado en Pozzuoli, cerca de Nápoles, con mafiosos detrás del banquillo gritando. Ahora los periodistas británicos me preguntan: ‘¿Sientes la presión, señor Ranieri?’. ¿Presión? ¿Qué saben sobre la presión?”, le dijo el técnico italiano el pasado mes de agosto al periodista Beppe Severgnini en un reportaje en The New York Times. Y añadió: “Soy el underdog. Siempre lo seré. Y me encanta”. Es así de simple. A todo el mundo le encanta el underdog porque todo el mundo ha soñado con serlo alguna vez. En el deporte y en la vida. Y por eso siempre le encantará. Porque, no en vano, de ilusión también se vive. O, al menos, de algunas ilusiones, claro.