¿Quién vigilará a Goodell, el vigilante de la NFL?
Desde la antigüedad, la Justicia se ha representado como una doncella que porta en una mano una balanza, símbolo de la ecuanimidad, en la otra mano una espada de dos filos, expresando que puede ejercer su poder hacia cualquiera de las partes, y desde el siglo XVI, con una venda sobre los ojos que encarna su imparcialidad. En la NFL, esta figura la personifica el propio Comisionado de la liga. Sin embargo, más parece dar la impresión de que a Roger Goodell, la balanza parece señalarle el bando más poderoso hacia el que inclinar su decisión; la espada, el doble rasero que aplica a sus sentencias; y la venda, su falta de visión de la realidad.
Mucho se ha escrito ya sobre el escándalo del “deflategate”. Probablemente demasiado para lo que tan nimio asunto merece. Pero sin querer extraer conclusiones sobre el caso, me gustaría centrarme en la falta de criterio con que el comisionado impone sanciones según su santa voluntad. En la AFC Norte, hemos sido víctimas durante años de su particular arbitrariedad.
Probablemente, una de las principales razones del exceso de rigurosidad con que Goodell ha tratado este asunto se deba al antecedente con el RB raven Ray Rice. El año pasado, Rice fue detenido por agredir a su por entonces novia (ahora esposa), y sancionado por la liga con dos partidos. Tan tibia penalización levantó airadas críticas desde todos los sectores de la sociedad, especialmente desde el bando femenino, una audiencia que la NFL, siempre en búsqueda de nuevas fuentes de ingresos, está intentando atraer. Que la sanción se había quedado corta se vio tristemente reforzado cuando al poco tiempo se hizo público un video que mostraba tan horrible agresión. La reacción de los Ravens fue ejemplar: expulsar al jugador pese al considerable descalabro económico y deportivo que le suponía. La NFL por su parte, le suspendía indefinidamente. Es decir, por el mismo delito, le juzgaba dos veces, ya que según se supo más tarde, la liga tuvo conocimiento de dicho video desde el primer momento. No pretendo condenar la contundencia de la sanción, que me parece acertada, sino el despotismo del Comisionado para volver a juzgar un hecho en función de la repercusión mediática que haya podido tener su fallo anterior.
No es la primera vez que la presión pública influye en una decisión disciplinaria. En Abril de 2010, Goodell imponía al QB de los Steelers Ben Roethlisberger una sanción de 6 partidos (después reducida a 4) por violar el código de conducta personal de la liga. Días antes, el jugador se había librado de una acusación por asalto sexual al no tener el fiscal pruebas suficientes para llevarle a juicio. El caso había llenado páginas de prensa y, pese a la ausencia de una prueba que demostrara su culpabilidad más allá de cualquier duda razonable, lo cierto es que parecía haber sobradas evidencias de, al menos, una conducta reprobable del jugador. La opinión pública había dictado sentencia y el Comisionado no quiso llevarle la contraria. Le sancionó con la mayor dureza exhibida hasta la fecha por un motivo similar, queriendo así ejemplarizar su determinación con un jugador de renombre, pese a que el caso, recordemos, nunca llegó a un tribunal.
¿Y qué es esta “política de conducta personal” esgrimida por Goodell para justificar sus castigos? Pues ni más ni menos que un indefinido código de comportamiento que estableció en 2007 para poner coto, principalmente, a los desmanes de varios jugadores de los Cincinnati Bengals, que en un periodo de pocos meses vieron a nueve de ellos desfilar por diferentes comisarías del país. No digo que no fuese necesario tratar de contener esta alarmante plaga de descrédito de la NFL, pero bajo ese pomposo título, no existía sino el vacío. Sin reglas ni criterio. Cada caso, cuando decide que debe ser evaluado, se analiza de forma independiente. Nadie puede afirmar, a ciencia cierta, cuándo un jugador va a ser penalizado, ni a cuánto puede ascender su multa, ni la influencia que pueda tener la reincidencia. Más parece una concesión de cara a la galería. Quizá lo único evidente es la impresión de que la vara sancionadora cae con más dureza cuanto menos mediático sea el jugador o el equipo al que pertenece. Por ejemplo, la sanción de 4 partidos y 350.000$ a Ray Farmer, general manager de los Cleveland Browns, por enviar mensajes de texto a los entrenadores durante los partidos. Estamos de acuerdo en que estaba prohibido, y el propio implicado ha reconocido su error, sin recurrir al tópico de “todos lo hacen, e incluso no necesitan enviar mensajes, bajan a la misma banda y se lo dicen en persona”. Pero me cuesta ver qué ventaja competitiva se puede extraer de una comunicación interna de un club. Aunque claro, son los Bengals y los Browns, ¿a quién le importa?, pensará Goodell.
Durante años hemos reclamado la injusticia del procedimiento sancionador, pero no ha sido hasta ahora, cuando el peculiar criterio disciplinario de Goodell ha pisado el callo de uno de los poderosos, que se ha puesto realmente en entredicho. Hemos soportado decisiones arbitrarias, condenas sin pruebas evidentes ni refrendadas por tribunales, ensañamiento con franquicias de menor tirón popular, y no había pasado nada. Robert Kraft y sus amigos miraron hacia otro lado y siguieron amparando a Goodell. Ahora que el Comisionado va a por él, al igual que en el célebre poema de Martin Niemöller “Cuando los nazis vinieron por los comunistas…”, ya no queda nadie que ayude al dueño de los Patriots. Si de todo este escándalo se obtiene, aunque sólo sea la decisión de crear una comisión disciplinaria independiente y el establecimiento de una política sancionadora clara y definida, bienvenido sea. En la AFC Norte será muy bien recibida.