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El hombre en busca de sentido

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No estamos fabricados para aceptar el sufrimiento, pero, de hecho, hasta eso se aprende en la vida. Lo pienso mirando a mi alrededor las montañas nevadas, descansando sobre los bastones de esquí, mientras resoplo como una locomotora y me quedo helado con la brisa que sube del valle y congela el sudor. Allí abajo están los campos nevados de Hushé.

Hoy es un día invernal excelente, está despejado y no hay una sola nube, apenas hay viento y el termómetro no baja de los 6º bajo cero. No podemos quejarnos, sabemos que vendrán días mucho peores. Sí, tendremos que aprender a sufrir. No estamos ni adaptados ni preparados para ello. Pero podemos soportarlo todo, si tenemos clara la meta. La historia de nuestra especie lo demuestra. Muchas personas antes que nosotros soportaron toda clase de privaciones y penurias, incluso cuando fueron arrastradas al límite de lo tolerable. Los campos de concentración nazis, los de Stalin en Siberia o el terror impuesto por Mao en China, son unos pocos ejemplos de lo que, en tiempos modernos, el ser humano puede soportar. Y también de la crueldad que podemos desatar. Victor Frankl escribió un hermoso libro, El hombre en busca de sentido, sobre su terrible experiencia en un campo de concentración nazi donde sobrevivió a pesar de todo el horror inimaginable. Es un buen ejemplo de aquello que podemos lograr si nos lo proponemos, si buscamos ese sentido al que Víctor se refiere, aunque, en definitiva, sean metas que se sitúen por encima de nuestras realidades. La meta de Frankl fue sobrevivir para contarlo. Y lo logró. Pero lo que pocos pueden llegar a entender es cuando lo acometemos de forma voluntaria. Aquellas personas arrastradas a una guerra o un campo de concentración no tenían otra posibilidad, sólo aguantar y tratar de sobrevivir. Pero ¿qué lleva a un maratoniano o un ciclista a llevar su esfuerzo más allá de los límites de nuestro organismo? O a un alpinista a escalar en invierno una montaña en el Karakorum. Yo mismo me lo pregunto ahora. ¿Qué hago aquí pasando frío? Cómo bien me decía mi madre: ¿quién te manda meterte en estos líos con lo bien que podrías estar en casa? Imagino que mis amigos se están haciendo la misma pregunta.

Pero somos una especie contradictoria. Yo desde luego. Supongo que tenemos que vivir con nuestras contradicciones. Poca gente puede imaginar que me gusta como al que más estar en casa, disfrutar de la familia y de la charla con los amigos, disfrutar de mi profesión, ir al teatro o a un concierto y de vez en cuando hacer algún viaje placentero y tranquilo con mi mujer. Pero, al mismo tiempo, cuando estamos instalados en el confort, inmediatamente necesitamos desbordar nuestra realidad, imponernos nuevos proyectos que anticipan el futuro y que muchas veces no es que vayan por encima de nuestras posibilidades sino que están por encima de nuestras realidades. Desde el origen de nuestra civilización las hemos desbordado, las hemos ampliando continuamente, ha sido y es el motor del avance imparable de la Humanidad. Necesitamos conocerlo todo, pero al tiempo necesitamos que todo siga siendo misterioso y atrayente.

Muchos aventureros antes que nosotros cayeron bajo ese influjo contradictorio, que es la unión de la acción y la inteligencia. Colón y Galileo, Copérnico y Magallanes, Humboldt y Darwin. Nos movemos por la razón y por la emoción, somos una mezcla de ambas. Nuestra razón es una especie de jinete que intenta cabalgar encima de un caballo que es la emoción. El corazón nos impulsa y la razón nos guía. Sin caballo no seríamos nada, no llegaríamos a ningún lugar interesante ni alcanzaríamos ninguna meta; sin jinete el caballo podría desbocarse, dirigirse a cualquier lado, dar vueltas en torno al mismo punto o dirigirse al abismo. Necesitamos conocer, ir más allá, avanzar en las parcelas de lo desconocido, en lo que nadie ha hecho antes, donde nadie ha llegado. Es la historia de la Aventura Humana. Nos mueve la imaginación y la esperanza tanto como la necesidad.

Pensándolo bien, como decía mi madre, no tengo ninguna necesidad de estar aquí pasando frío. Pero es una meta que me he impuesto voluntariamente, que comparto con otros siete amigos. Es probable que no tengamos ni un 10% de posibilidades de alcanzar esa minúscula cumbre que se eleva por encima de los seis mil metros en pleno invierno, azotada por vientos y con temperaturas incompatible con la vida (hace dos semanas -48º C) Pero el hecho precisamente de imponernos estas metas es lo que nos hace específicamente humanos. Desdeñamos el confort y el placer cercanos para elegir caminos duros de desbrozar, sufridos, incómodos, pero que nos llevan a sitios que hemos elegido voluntaria y cuidadosamente, donde queremos estar; somos capaces de formular proyectos realizables, aunque a buena parte de nuestros congéneres les parezcan imposibles, y luego planificarlos y ejecutarlos eficazmente. Y no nos podemos quedar quietos una vez alcanzada esa meta, pues la satisfacción nos la proporciona la acción de acometerla.

Lo que nos hace felices, como bien afirma José Antonio Marina, no es haber amado, sino estar amando. Por eso, 30 años más tarde, me encuentro de nuevo en el Karakorum. No reniego de aquello que hicimos entonces, la escalada de la vertiente sudoeste del K2, los inicios de Al Filo de lo Imposible. Cuatro de nosotros sobrepasamos los 55 años, una edad que muchos consideran la edad de retirarse a pasear por el parque con los nietos. Desde luego que es una opción respetable. Pero yo quiero seguir teniendo metas, proyectos imposibles y, al mismo tiempo, compartirlos con amigos honestos, divertidos, buena gente con la que se que se puede ir al fin del mundo. Por eso estoy ahora doblado sobre los bastones pasando frío y aprendiendo a sufrir. Creo que ese es el sentido de estar aquí, en el Karakorum y en invierno.