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Podios anuales

Con el año que termina, nos llegan las revisiones sobre lo que ha ocurrido en estos doce meses en los más diversos campos. De hecho, es ya una tradición arraigada en este tiempo de ritos y tradiciones por excelencia. Como lo es también elaborar podios en los que entronizar a los más destacados. En el ámbito del deporte español, hemos visto cómo, por ejemplo, subía al primer puesto de uno de esos podios Fernando Alonso. Es una alegría comprobar cómo un deporte minoritario en nuestro país -al menos hasta la centelleante irrupción actual de este asturiano en la Fórmula 1- es capaz de recibir el reconocimiento de los expertos, máxime en un año en el que el firmamento de nuestro fútbol, el todopoderoso, ha brillado con tan galáctica fuerza.

No seré yo quien niegue el reconocimiento a deportistas como Raúl, Iker Casillas, Juan Carlos Ferrero, o a Joane Somarriba, Marta Domínguez o Gemma Mengual, y tantos otros que merecen ser destacados. Perdónenme si esta vez, en lugar de sucumbir a la atracción de lo sencillo y más agradecido desde el punto de vista de la opinión pública, rompo una lanza para valorar los méritos de un deportista que, en mi opinión, merece este galardón, al menos, tanto como los anteriores. Me gusta pensar que este hecho nos asoma a una ventana hacia un futuro más rico, más diverso; abierta a la novedad, a otros universos al menos tan ricos y estimulantes como los que acogen a los deportes más populares y masivos. Creo que hay que reservar un puesto en alguno de esos podios, o al menos una mención entre los más relevantes del año, para Juan Oiarzabal. Y ello por dos razones fundamentales. La primera es de carácter estadístico. Creo que muy pocos tienen un palmarés comparable en sus respectivas actividades. Y casi nadie discute lo que suponen sus veinte ochomiles como bagaje de méritos objetivos para merecerlo. La segunda razón tiene que ver con algo más subjetivo de valorar, pero que forma parte de la esencia del deporte, y por tanto más importante aún, como es el esfuerzo, el sacrificio, la valentía, o la trayectoria de toda una vida dedicada, en este caso, a las montañas. No creo que haya nadie en España que se haya jugado tantas veces la vida y tenga una capacidad de sacrificio tan notable como la gente que se dedica a subir altas montañas.

Premiando a Juan Oiarzabal es tanto un justo reconocimiento a una persona en concreto, como a un colectivo sufrido, callado, pero en plena ebullición. Debajo de lo conseguido por Juan y una pléyade de otros alpinistas de élite de este país ( Alberto Iñurrategi, Juan Vallejo, José Carlos Tamayo, Mikel Zabalza, y un largo etcétera, que se encuentran entre los más destacados del mundo actualmente) se agita una auténtica revolución. Pocos deportes simbolizan, además, lo lejos que hemos conseguido dejar aquella España pacata, que apenas se atrevía a mirar más allá de los Pirineos. Aunque son días muy tristes para mí, les deseo un feliz año 2004 lleno de aventuras para todos.