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Luis Figo no necesita comer con el presidente para alimentar su compromiso con el Real Madrid. Le bastó un café con Florentino nada más aterrizar por el Bernabéu hace dos años para ponerse las pinturas de guerra, reforzadas por ese perfil de tipo duro, con patilla generosa de latin lover y mirada fiera de águila. Figo vino al Madrid para saldar su deuda con el fútbol. En el Barça jugaba como los ángeles, pero se consumía en el infierno de la ingratitud por culpa de un escaparate inadecuado. Florentino le mostró la puerta celestial, ésa de la que Gil habló el jueves con tanta gracia. De blanco, Figo ganó su primer Balón de Oro, su primer FIFA World Player, su primera Copa de Europa... El Madrid le ha desvirgado en esa zona fortificada que sólo deja pasar a los cracks: la de los reconocimientos individuales y la de los grandes títulos colectivos.

Anoche, Figo quiso dejar su huella de rebelde con causa, al más puro estilo Mel Gibson en Braveheart, colándose en la carrera por el Balón de Oro en la que sus colegas Ronaldo (¡qué golazo, gordito!), Roberto Carlos (samba en Vallecas), Zidane y Raúl están inmersos como posesos conscientes de que todo quedará en casa. Figo había puesto su primera pincelada asistiendo con talento a Ronie en la primera estocada del Madrid al Rayito de Vázquez. Después se cambió de banda, forzó la falta del 2-2 y, como sólo lo hacen los más grandes, reservó para el último aliento del duelo su mejor goyería. Golpe franco en la frontal. Roberto distrae a la barrera, se la lleva al huerto, descoloca a Platanito Etxeberria y Figo Boss pone su guante derecho en la pelota para trazar el gol que acaba con la racha y la crisis de las narices. El cohete despega. Al loro.