Se armó un revuelo tremendo.
Dejaron de prestar atención al partido en el río y todos se acercaron a mí, rodeándome.
Me señalaban y murmuraban:
—Pakete es el ladrón.
—Anoche le vieron con el Trébol de Oro.
—The spanish boy is the thief.
Me puse en pie y retrocedí, agobiado.
—Pero ¿qué decís? ¿De qué vais?
Helena con hache me miró.
—Yo solo repito lo que dice Parker —soltó—. ¿Es verdad que anoche cruzaste el campamento con el Trébol de Oro?
—¿¡Yo!? —exclamé, indignado—. Pero si es al revés… ¡Yo fui el que vi al ladrón con el Trébol de Oro alejándose por la orilla del río!
—Eso es lo que diría el culpable —afirmó Toni.
—Yo no soy culpable ni he robado nada —traté de defenderme.
—Saliste de la tienda en plena noche sin avisar a los demás —recordó Ocho.
—Eso es muy sospechoso —suspiró Angustias—. Ay, qué pena tan grande, el ladrón es nuestro amigo.
—Que noooooooooo —protesté—. Salí de la tienda para ayudar a Tomeo. Díselo tú, por favor.
—Yo no vi nada, estaba mareado, perdón —se excusó Tomeo.
—¿Eres el ladrón? ¡Confiesa! —exclamó Dolly.
—¡Dilo ya, jovenzuelo, será lo mejor! —bramó Benemérito.
—Dejad de acusar al niño, ¡ya está bien! —me defendió mi padre.
Luego me miró fijamente y me preguntó:
—¿Fuiste tú, Francisco?
Mi madre también estaba allí.
—Hijo, si eres el ladrón lo mejor es que lo digas cuanto antes —intervino.
Lo que faltaba.
¡Hasta mis propios padres me acusaban!
Empecé a notar un calor que me subía por todo el cuerpo.
Junto a la orilla, vi a Parker Parkenson con sus amiguitos del City, señalándome y riéndose.
—¡Ya estoy harto! —exclamé, muy enfadado—. ¡Se va a enterar!
—¿Qué vas a hacer, Pakete? —me preguntó Molly, asustada.
—Lo que debería haber hecho desde el principio —respondí.
Ante la atenta mirada de todos, me dirigí hacia Parker.
A cada paso, podía oír los murmullos a mi alrededor.
Me planté frente a él y le señalé:
—Eres un… o sea… ¡eres lo peor! ¡Me acusas sin pruebas porque no sabes perder! Acéptalo, os hemos ganado. ¡Y yo no soy el ladrón!
Parker Parkenson se ajustó la gorra, sonrió y contestó:
—I saw you last night with the Trébol de Oro. Confess now! You are the thief!
Anita tradujo de inmediato:
—Te vi anoche con el Trébol de Oro. ¡Confiesa ya! ¡Eres el ladrón!
El partido de waterpolo-río se había detenido.
Todos nos observaban con la boca abierta.
No estoy orgulloso de lo que pasó a continuación.
Pero estaba muy rabioso y aquello era una injusticia y no podía aguantar más.
—¡Estoy harto, Parker Parkenson! —grité.
Y le pegué un empujón tremendo.
Parker cayó al río de culo.
¡¡¡CHOOOOFFFFFFFFFFFFFFFFFF!!!
Fue muy ridículo, pero nadie se rio.
Un «oooooooooooooooh» recorrió el lugar.
Todos me señalaban como si fuera un criminal.
Parker chapoteó y echó un chorrito de agua por la boca.
Estaba desencajado, no podía creerse que le hubiera empujado.
—I have swallowed water! I could have drowned! ¡Yo ahogar! —me acusó.
Anita volvió a traducir una vez más:
—Dice que ha tragado agua y que podría haberse ahogado…
—Qué dramático, tampoco ha sido para tanto —me defendí.
¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
En ese momento, apareció el comandante Corominas haciendo sonar el silbato.
—¡Sacad al chico Parkenson del agua! ¡Ya! —ordenó.
Inmediatamente, dos guardias le ayudaron a salir del río.
Yo creo que no necesitaba ayuda para salir y que estaba exagerando un poco.
Pero la gente me miraba como si yo fuera una mala persona.
—¡Tarjeta amarilla, Pakete de Soto Alto! —me dijo Corominas, muy serio—. Eso que has hecho ha sido muy feo.
—No estamos en ningún partido, ¿por qué me saca tarjeta? —repliqué.
—Porque aquí no toleramos empujones ni acciones violentas contra otros compañeros —explicó—. Y a la próxima infracción, tarjeta roja. Ten mucho cuidado. Pídele disculpas ahora mismo.
Paker permanecía en la orilla, empapado, tiritando, como si aquello fuera terrible.
Helena le acercó una toalla y se la puso sobre los hombros.
No podía con él.
Era un metomentodo.
Y un mentiroso.
Y se creía el más guay del mundo.
Se había infiltrado en Los Futbolísimos.
Repetía a todas horas que era el mejor.
Nos había traicionado cuando nos escapamos a medianoche.
Y ahora me acusaba de robar el Trébol de Oro, cuando sabía perfectamente que yo no era el ladrón.
Ah, y encima se pasaba el día con Helena con hache.
¡Era insoportable!
—Por última vez, pídele perdón —me ordenó el comandante Corominas.
—Vamos, Francisco, pide perdón al chulito inglés, qué te cuesta —dijo mi madre.
Todos me observaban.
Alicia y Felipe.
Laura.
El abuelo Benemérito.
Las cuatrillizas.
Mis compañeros.
Los participantes de los otros equipos.
Absolutamente todos esperaban que pidiera disculpas.
Abrí la boca y dije en voz baja:
—Perdona.
—No oír bien —respondió Parker—. ¿Tú pedir perdón a mí?
Lo hacía a propósito, me había oído perfectamente.
—Que sí, he dicho que me perdones, por favor —repetí, subiendo la voz.
Parker se encogió de hombros.
En lugar de aceptar mis disculpas, se apoyó en Helena, como si estuviera lesionado o algo así, y negó con la cabeza.
—Mucho lástima —dijo—. Pakete, tú ser ladrón, yo ver a ti.
¿Otra vez con lo mismo?
—Yo no… —empecé a decir.
—Tú poner cara de bueno —me interrumpió Parker—. Pero no engañar a mí. You are the thief! ¡Tú ladrón Trébol de Oro! ¡Yo ver!
Lo hice sin pensar.
Fue un impulso.
Cogí carrerilla y…
Le pegué un tremendo empujón.
¡Volví a tirar a Parker Parkenson al río!
¡¡¡CA-TA-PLOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOFFFFFF!!!
Esta vez cayó de bruces.
Como los guardas aún permanecían en el agua, le sacaron enseguida.
En cuanto se incorporó, aún dentro del río, Parker me señaló como loco.
—¡Offender! ¡Delincuente! —me gritó—. ¡Criminal! He wants to draw me! ¡Quiere ahogarme!
—Te has pasado —dijo Helena.
—Yo no quería… lo siento… —balbuceé.
¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
Corominas pitaba sin parar.
Me mostró una tarjeta roja.
—¡Se acabó! ¡Expulsado!
—¿Expulsado del partido? —pregunté sin comprender.
El comandante estaba muy enfadado.
—¡Expulsado! —repitió, fuera de sí—. De… o sea… expulsado de… ¡del campamento! ¡Eso es! ¡Hala, fuera de aquí!
—¿¡QUÉ!?
—No puede expulsar al niño, lo ha hecho sin pensar —intercedió mi madre.
—Pakete no es así, tiene buen corazón —añadió Felipe.
—Pues que lo hubiera pensado antes —contestó Corominas—. ¡El niño Pakete está expulsado del campamento! ¡Es mi última palabra! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
Nos dejó sordos a todos con el pitido.
—Pero ¿es una expulsión temporal o para siempre? —preguntó mi padre, rascándose la cabeza.
—¡Expulsión… para siempre! ¡No quiero volver a verle en este campamento! —zanjó el comandante Corominas—. ¡Cojan su autocaravana y lárguense de aquí con el niño! ¡Ahora mismo!
Y, por supuesto… volvió a pitar.
—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
Mi madre se encaró con el comandante.
—A ver si se aclara —intervino ella—. Ayer ordenó que nadie podía irse. Ahora dice que nos vayamos. ¿En qué quedamos?
—Váyanse cuanto antes, no quiero volver a verlos —bramó Corominas.
—Pues yo tampoco quiero verle a usted, comandante pitiditos —respondió mi madre.
Los dos se miraron fijamente, muy cerca el uno del otro.
—Y que conste que nos vamos porque nos da la gana —siguió mi madre—. A mí no me da órdenes ningún guarda de pacotilla.
—Debe ser duro tener un hijo… delincuente —replicó él.
—Uy, lo que ha dicho —contestó mi madre—. Para que lo sepa: mi hijo Francisco es muy buena persona, siempre ayuda a los demás. Retírelo o se arrepentirá.
—¡Pamplinas! —dijo el comandante Corominas.
Ahí mi madre sí que estalló.
—¿¡Eh!? ¿¡Cómo se atreve!? —bramó—. ¡Aquí la única que dice pamplinas soy yo! ¡Pamplinas, pamplinas y pamplinas! ¡Nos iremos cuando nos dé la gana!
—¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
Le pegó un pitido tan cerca a mi madre que no sé cómo no la dejó sorda.
—Vámonos, Juana, por favor —intercedió mi padre.
—¡Me voy porque quiero! —dijo ella—. Andando, Francisco.
Los tres nos alejamos del río hacia la autocaravana ante la mirada atónita de todos los presentes.
Busqué a Helena con hache, pero ella apartó la vista. Seguía junto a Parker.
Era increíble, a pesar de haberse caído dos veces al río, el inglés seguía con la gorra perfecta, no se le había movido ni un milímetro.
Llegamos cerca de unos pinos y mi madre se volvió para despedirse.
—¿¡Sabéis lo que os digo!? —preguntó.
Nadie se atrevió a contestar.
—¡PAMPLINAS! —exclamó ella.
Fue la última palabra que pronunció.
Nos marchamos directos a la autocaravana.
—Anda, entra un rato y descansa —me dijo mi padre—. Vamos a recoger y nos iremos enseguida.
Al parecer era verdad.
Me habían expulsado del campamento.
¿Mis amigos seguirían allí hasta que terminara la competición?
Uf.
Me quedé muy triste.
Estaba arrepentido.
No debería haberle empujado.
Si lo hubiera pensado tres segundos, no lo habría hecho.
Pero a veces las cosas ocurren casi sin darte cuenta.
Y ya no se puede dar marcha atrás.
Aunque era media mañana, me quedé dormido dentro de la caravana.
Había un pequeño sofá muy cómodo. Supongo que después de dormir en el saco varios días, aquello me pareció lo mejor del mundo.
Cuando me desperté, vi a través de la ventanilla a mis padres.
A su lado estaban los entrenadores, Felipe y Alicia.
Y también Laura.
Por lo visto, habían cogido mis cosas de la tienda de campaña y las habían traído.
Alicia dijo que el waterpolo-río había terminado con la derrota del equipo chino ante el Boca Juniors y el Manchester City.
Aunque yo no podía seguir participando, no dejaba de pensar en la competición.
En esta última prueba, por lo visto, los puntos se habían repartido así:
Soto Alto: 9 puntos.
Boca Juniors: 9 puntos.
Manchester City: 6 puntos.
Tao Feiyu: expulsado.
No era el único que debía abandonar el campamento.
Se ve que a Corominas le gustaba eso de expulsar a la gente.
Después de dos pruebas, el cómputo general era el siguiente:
Boca Juniors: 16 puntos
Manchester City: 13 puntos
Soto Alto: 9 puntos
Aún quedaba la yincana y el fútbol.
Ahora que el Soto Alto empezaba a remontar, yo tenía que marcharme.
—Si vosotros queréis, nos vamos todos del campamento y se acabó —dijo Laura.
—De eso nada, vosotros quedaos y disfrutad con los niños —zanjó mi madre.
—Nosotros daremos una vuelta por los Pirineos en familia —sonrió mi padre—. Esta autocaravana puede con todo.
—Intentaremos ganar el torneo, aunque es casi imposible —dijo Alicia—. Y se lo dedicaremos a Pakete. Sabemos que lo ha hecho sin pensar.
Podría haber salido de la caravana al oír aquello.
Y abrazar a Alicia y los demás.
Tenía ganas de pedir perdón a todos y decir: lo siento muchísimo, no me quiero ir.
Pero me quedé dentro, junto a la ventanilla.
Estaba sin fuerzas.
Y con ganas de llorar.
¡Clinck! ¡Clinck!
En ese instante, unas piedrecitas golpearon la ventanilla de atrás.
Me di la vuelta y me asomé.
A un par de metros, me encontré a mis compañeros.
—Hemos venido a despedirnos —dijo Camuñas—. Te vamos a echar de menos.
—Yo no —replicó Toni.
—Ni caso —dijo Anita—. El Soto Alto no es lo mismo sin ti, Pakete.
Me estaban emocionando, no sabía qué decir.
—Si quieres, nos vamos todos contigo —intervino Marilyn.
—Yo estoy deseando salir de aquí —musitó Angustias.
—No, muchas gracias —respondí—. Somos los Futbolísimos. Tenéis que ganar la competición y descubrir quién robó el Trébol de Oro.
—Entonces, ¿el ladrón no eres tú? —preguntó Tomeo.
—Que no fue Pakete, qué cosas tienes —me defendió Ocho y me miró con una gran sonrisa—. No fuiste tú, ¿verdad?
—Os prometo que no —dije—. Cada vez sospecho más del comandante Corominas Conoce el terreno mejor que nadie. Y anoche, cuando vi la sombra arrastrando el trofeo, él tardó muchísimo en aparecer…
Una voz que provenía de fuera me interrumpió.
—¡Voy a registrar esta roulotte, como que me llamo Alexander Corominas!
Delante de la caravana apareció el comandante, acompañado por los seis guardas.
—Por la autoridad que me ha sido conferida, vamos a proceder a un registro del vehículo—informó, ajustándose las gafas de sol.
Mi madre se puso en medio, cortándole el paso.
—¿Tiene una orden del juez? —preguntó—. Esta caravana es una propiedad privada y aquí no entra nadie.
El comandante miró la puerta y a mi madre.
—¿Están ocultando algo en su interior? —dijo Corominas, ajustándose sus gafas de sol—. Tal vez… ¿el Trébol de Oro?
—Qué hombre tan pesado, se cree que es el jefe de todo y de todos —musitó mi madre—. Esta caravana es mía y de mi marido y aquí no entra nadie. ¿Está claro?
El comandante y los seis guardas dieron un paso adelante, dispuestos a entrar por la fuerza.
—No se atreverán —les desafió mi madre.
—Ya lo verá —dijo Corominas.
—¿Qué pasa, comandante? ¿No toca el pito? —le dijo mi madre, socarrona.
—Algún listillo parece que se ha apropiado de mi silbato —replicó él, muy molesto—. Pero ya le pillaré, ya. Ahora, quítese de en medio.
—Nunca —zanjó mi madre.
Otra vez estaban a punto de enzarzarse.
—Verá, señor comandante, ya nos estábamos marchando —intervino mi padre—. Nos llevamos al niño, se ha quedado muy triste con la expulsión. Deje que nos vayamos y tengamos la fiesta en paz. Como ex agente de policía, le doy mi palabra de que nosotros no hemos robado nada.
Corominas miró a mis padres.
Pareció dudar.
—Está bien, lárguense cuanto antes, vamos, vamos —cedió—. Circulen.
Hizo un gesto con el brazo, indicando el camino de salida.
Estaba claro que, a pesar de que no tuviera el silbato, le encantaba dar órdenes.
Mis padres pusieron la caravana en marcha.
Nos alejamos por un camino de tierra.
Yo corrí a la parte trasera, me apoyé sobre el cristal de la ventana.
Vi a mis amigos allí en medio, diciéndome adiós con la mano.
Estaban todos… menos Helena.
Quizá seguía enfadada conmigo.
Puede que de verdad creyese que yo era el ladrón.
Tal vez estaba en ese momento con Parker Parkenson, riéndose, o haciendo planes para la próxima prueba.
Me dio mucha pena todo.
Yo también les dije adiós con la mano.
Poco a poco, entramos en una zona más frondosa y mis amigos desparecieron.
A lo lejos, vi las tiendas de campaña y la cabaña.
Cada vez más pequeñas.
Hasta que finalmente perdí de vista el campamento.
Subíamos por una pendiente hacia la montaña.
Después de un rato, me dejé caer en el asiento de la caravana.
Y me abroché el cinturón de seguridad.
Había muchos baches, pero el traqueteo era agradable.
—¡Francisco, por favor, coge una botella de agua y pásamela! —dijo mi padre desde la cabina del conductor.
—Se ha acabado el agua fría de la nevera —avisó mi madre—. Busca en la despensa, en los armaritos de arriba.
Me levanté con cuidado y abrí los armarios, pero no había ni rastro del agua.
Revisé después una especie de pequeña despensa junto a la nevera.
Allí tampoco encontré nada.
Por último, me fijé en un armario más grande que estaba encajado entre el baño y el fogón.
Lo abrí de golpe.
Tuve que contener un grito.
Dentro de aquel armario, entre la fregona, la escoba y otros utensilios de limpieza, vi lo último que me esperaba encontrar.