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La fuerza de un sufrimiento

Hasta dónde se puede sufrir por el fútbol? Tengo un amigo que ha dejado de ir a ver los partidos de su hijo adolescente porque el chaval se ha vuelto un poco broncas jugando: tras la semana de entrenamientos, los 90 minutos de competición del fin de semana le sirven al chico de desahogo para liberar las tensiones hormonales propias de su edad, nada preocupante ni violento, cómo no entenderlo, pero el compungido papá, que lo pasa fatal porque sabe con buen criterio que su hijo no lleva siempre la razón aunque sea su hijo, prefiere quedarse en el coche con el móvil leyendo la prensa, viendo twitter, contestando mails del curro y escuchando podcasts mientras el chico la lía.

Otra conocida cercana sufre porque su hijo chupa banquillo. El peque aún es benjamín, todavía no se da cuenta de que su entrenador no reparte los minutos equitativamente y sigue siendo feliz jugando con sus amigos aunque juegue menos. Pero ella lo lleva fatal, no puede evitar comparar minutos y gestos del míster, lo vive doliente, en tensión, así que, si puede, prefiere no verlo. Ya no caben más padres del fútbol escondidos en los coches. Carlos Marzal escribiría un poema precioso sobre ellos.

La fuerza de un sentimiento? A veces se comparan las vicisitudes de los equipos en una temporada con una película de miedo. Pero mis sensaciones son reales. A los pericos que abandonaban cabizbajos Montilivi al acabar otro penoso Girona-Espanyol, quizá el derbi menos carismático del mundo, no se les acabó la pesadilla ni les apareció el The End en los vomitorios de salida. Los que lo vimos por televisión no nos liberamos con los títulos de crédito. El dinosaurio de la clasificación seguía ahí esta mañana. Acojonado, hoy no hay consuelo que no sea regresar a por más el próximo domingo con el riesgo de nueva derrota. No hay lugar en el que pueda librarme del árbitro que nos pitó un penalti infame, ni de un equipo que solo me da razones para creer en él porque es el mío, ni de este sentimiento que me rompe por dentro. Acabo de tirar las llaves del coche en mi océano de dudas para no poder esconderme.