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Desde niño me llamó la atención la posición de extremo, el jugador técnico y rápido que retaba a su lateral. El Athletic ganaba ligas con Sarabia y Argote, puro talento y desborde, pase de la muerte o comba a la cabeza del delantero. Desde entonces, su rol ha cambiado, su presencia ha menguado, su estirpe casi ha desaparecido.

Decía Guardiola cuando era futbolista que todo empezaba por los extremos. Lo sabía bien, su equipo los privilegiaba y ellos producían. Como entrenador redundó en ello, añadiendo a sus funciones mayor asociación con el mediocampo, como piden los tiempos. Y es que el extremo acabó siendo el lugar donde se alojaban los talentosos, disimulando sus carencias defensivas, normalmente a pierna cambiada, haciendo la diagonal hacia adentro. Se dejó al lateral la ocasional misión de llegar a la línea de fondo. Ahí se buscó sitio a Zidane, Ronaldinho, Neymar: genios que usaban la banda solo como punto de partida. Messi, el jugador total, ha pasado por esa posición varias veces en su carrera, desde donde ha añadido una capacidad organizativa y goleadora nunca vista en un extremo. Claro, él no lo es en realidad.

Se aprecian, sin embargo, brotes verdes: extremos puros de nuevo, con un desequilibrio exagerado, como Vinicius y Dembélé. El primero es desborde arrollador, el Niágara, una manada de búfalos en un solo hombre, el segundo un funambulista que no sabe lo que va a hacer hasta que lo ha hecho. Ambos desbordan por fuera y por dentro, tienen salida por ambos lados, tienen gol y pase, aunque el primero es más constante y dañino que el segundo, que necesita más musas para activarse y sale del partido en muchos tramos. Dan tanto a sus equipos que sus pérdidas son rentables. Equivalen al tiro de tres en baloncesto: aunque se falle más, sale a cuenta. Un extremo contra el lateral es el lance más espectacular en el fútbol, algo semejante a ver un guepardo cazando una gacela. Es un duelo incierto en el que no se sabe nunca quién es el depredador, quién la víctima.