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DENVER NUGGETS

La hora definitiva del arquero

Tras su grave lesión de rodilla, Jamal Murray se ha confirmado como una gran estrella y el mejor compañero posible para Nikola Jokic.

Mate de Jamal Murray en el quinto partido de las Finales 2023.
Matthew StockmanUSA TODAY Sports via Reuters Con

Además de campeón, Jamal Murray ya es una súper estrella de la NBA. Ya era así de bueno antes de que arrancaran los playoffs 2023, lo que ha cambiado es un asunto mediático: cómo va a ser visto a partir de ahora. Lo que faltaba, además de la legitimación del anillo, era una mezcla de varias cosas: a nivel nacional, en la prensa deportiva estadounidense, no se hablaba demasiado de los Nuggets (y bien que se ha encargado de recordarlo Michael Malone en estos playoffs), una franquicia sin estridencias aislada en la altitud de las Rocosas, a desmano de los centros mediáticos del país. Y lo que se hablaba tenía que ver casi siempre con Nikola Jokic, sobre todo por el aburridísimo debate sobre sus (dos) MVPs y el de Joel Embiid.

Y había otra cosa más: Murray sufrió una grave lesión de rodilla el 12 de abril de 2021, justo cuando los Nuggets hacían ruido a base de bien después del traspaso en el que llegó Aaron Gordon. El base canadiense había dejado un reguero de hitos deslumbrantes en los playoffs de la burbuja, meses antes. Y el 19 de febrero había metido 50 puntos a los Cavaliers con unos registros asombrosos. El primer jugador que llegaba a esa cifra sin sumar ni un tiro libre y el segundo que lo hacía con al menos un 80% de acierto: 21/25, 8/10 en triples. Pero llegó la lesión: año y medio, dos playoffs incluidos, sin pisar las pistas. Hasta el 19 de octubre de 2022.

Eso es una eternidad en la actual NBA, un cosmos tumultuoso que se pierde en debates que muchas veces no se sabe de dónde han venido y hace ruido las 24 horas de los siete días de la semana. Cuando Murray regresó, en el inicio de esta temporada, la espera se había hecho larga. Y se había instalado la percepción de que los Nuggets eran un eterno outsider, no uno de los aspirantes principales. Más animador que apuesta firme. Se decía que siempre falta algo, que en un Oeste extraño volvería a haber alguien por delante en primavera. Pero se obviaba lo más sencillo: eso que había faltado en Denver durante los playoffs de 2021 y 2022 era, simplemente, el talento centelleante de Jamal Murray. En un Oeste ciertamente lleno de incógnitas, los Nuggets eran una certeza que se escondía a plena luz del día.

Estos Nuggets, si hubiera que apostar más allá de que nunca se sabe y todo lo demás, tienen más trazas de dinastía en construcción que de one hit wonder. Por la solidez de su fundación y porque las líneas de trayectoria de sus dos estrellas van de la mano: solo hay dos años de diferencia entre Jokic (28) y Murray (26). Su juego es perfectamente complementario (¿el de quién no lo es con el serbio?), su química una cuestión profundamente personal y su inversión parece absoluta en un proyecto de largo plazo y mano templada. Michael Malone es el único entrenador que han conocido ambos en la NBA, algo extraño (y saludable) en estos tiempos. Se les eleva a una especie de John Stockton-Karl Malone 2.0, una versión multitask para un baloncesto moderno que jugadores como ellos redefinen cada vez que pisan una pista. Si aquel pick and roll de los Jazz era de una efectividad apabullante por repetición, este de los Nuggets abre la puerta a un mundo de combinaciones infinitas, más artísticas que matemáticas. Uno, finalmente, todavía más difícil de defender.

Si Jokic ha sido el obvio mejor jugador de las Finales, Murray ha sido el obvio segundo mejor. Ha promediado 21,4 puntos, 6,2 rebotes y 10 asistencias. Entre él y Jokic, casi 18 pases de canasta por noche, un rompecabezas que ni un genio como Erik Spoelstra ha podido resolver y la primera vez en 22 años que un equipo ha tenido a los dos jugadores con más asistencias de unos playoffs. Venía de fundir a los Lakers en la final del Oeste con 32,5, 6,3, 5,3 y un 40% en triples. Ha defendido mejor que nunca, como su equipo, y ha sido maduro en la dirección e inteligente en los momentos peliagudos. Una señal de que lo mejor, con él, está por venir. Por edad y porque este era, hay que recordarlo, un año de regreso tras ausencia larguísima. De poner la rodilla a funcionar de nuevo. Ha encontrado siempre la melodía que necesitaba el juego: tirando o pasando, mandado o haciéndose a u lado. El primer jugador con más de 10 asistencias en sus primeros cuatro partidos de la lucha por el título. En el cuarto, además, llegó al tope de asistencias sin ninguna pérdida (12) en una Final desde 1987, cuando Magic Johnson apiló 13.

Un jugador que se transforma en playoffs

Como todo el vestuario de los Nuggets a excepción de Jokic, Murray todavía no ha sido all star ni ha entrado en los quintetos All NBA. Seguramente todo eso llegue a partir de ahora. Pero siempre se ha movido como pez en el agua en los momentos críticos, en el drama. Es un jugador forjado para ser una estrella: nadie con 30 partidos de playoffs disputados tiene un salto mayor entre su promedio de carrera en regular season (16,9) y el de las eliminatorias (25): 8,1 puntos extra. Además, hasta estos playoffs 2023 solo había cinco jugadores con al menos 50 partidos en la lucha por el anillo y medias de, como mínimo, 25 puntos, 5 rebotes y 5 asistencias. Y eran, nada menos, Michael Jordan, LeBron James, Jerry West, Stephen Curry y Giannis Antetokounmpo. Este año se han unido a esa lista, juntos, Jokic y Murray.

Con más cabeza y sentido del juego que nunca, Murray no ha dejado de ser el finalizador hirviente que tanto daño hace cuando las defensas gravitan en torno a Jokic. El que fundió los plomos de Jazz y Clippers en la burbuja, donde los Nuggets fueron el primer equipo que remontaba dos 3-1 en los mismos playoffs. En el primer partido contra los Jazz, una victoria de los Nuggets en la prórroga, anotó 20 puntos entre el último cuarto y el tiempo extra (acabó con 36 y 9 asistencias). En el cuarto, libró un duelo histórico con Donovan Mitchell, la primera vez que dos rivales llegaban a 50 puntos en playoffs: él 50 con 11 rebotes y 7 asistencias; Mitchell, 51 y la victoria que puso el 3-1. En el quinto sumó un 42+8+8 y en el sexto, otros 50 con un 9/12 en triples. Contra los Clippers, culminó la remontada con 40 puntos en el séptimo, antes de estrellarse contra aquella montaña de músculo que eran los Lakers de Frank Vogel.

Esa ya era el Jamal Murray que vibraba meses después, y hasta su fatídica lesión, en unos Nuggets que asombraron con la llegada de Aaron Gordon: 7-2 en nueve partidos que ahora sabemos que fueron, en realidad, un aperitivo de lo que hemos visto esta temporada. Para entonces, ya jugaba con contrato millonario: 170 millones y cinco años de extensión rookie firmada el 1 de julio de 2019, en cuanto se pudo oficializar el acuerdo. Los Nuggets, las razones son obvias, no tenían ninguna duda.

El gran proyecto de un padre obsesivo

Criado en el área de Ontario, Murray jugó un brillante curso en Kentucky (20 puntos por partido) durante el que John Calipari intentó que no optara demasiadas veces por los tiros más difíciles, por mucho que no parara de meterlos. El reputadísimo entrenador dio su toque al desarrollo de un jugador que eligió la universidad que ha llenado la NBA de guards estrellones en los últimos quince años: John Wall, De’Aaron Fox, Shai Gilgeous-Alexander, Devin Booker, Eric Bledsoe, Tyrese Maxey, Tyler Herro…

Tanto allí, novato en College, como en Denver siempre ha tenido muy cerca a su padre: Roger Murray, origen jamaicano y obsesión en el trazado de los pasos de su hijo. Un tipo que nunca ha enredado con compañeros, entrenadores o rivales y que jamás ha exigido nada para Jamal, ni minutos ni tiros. Y que antes de Kentucky ya sabía que la labor de su vida cuajaba. En 2015, con 18 años, Jamal fue MVP (35 puntos) del Nike Hoops Summit en el que el equipo del mundo, con Ben Simmons a su lado, ganó a un combinado estadounidense comandado por Jaylen Brown y Brandon Ingram. Meses después, destrozó a Estados Unidos en la semifinal de los Juegos Panamericanos. Anotó 22 puntos entre el último cuarto y la prórroga, el triple que forzó el tiempo extra y dos seguidos después para sellar triunfo de Canadá. Mike Brown estaba en el cuerpo técnico de aquella USA: “Sabíamos que Jamal era bueno, pero no que era tan bueno”.

Murray fue número 7 del draft de 2016, aunque algunos lo proyectaban en el top 5. Los Nuggets se hicieron con él gracias a un intercambio de picks que les debían los Knicks desde cinco años antes, cuando Carmelo Anthony fue traspasado a Nueva York. En las Rocosas lo tenían claro aunque un año antes habían elegido, también en el 7, a otro base de (teórico) futuro brillante, Emmanuel Mudiay. Murray debutó en la NBA con cuatro partidos sin anotar ni un tiro, un 0/16 que le hizo preguntarse qué demonios estaba pasando. Pero incluso durante los dolores de crecimiento de su año rookie, ya era obvio que tenía madera de jugador especial. Doc Rivers le dijo al directivo Lawrence Frank, después de un Nuggets-Clippers en el que Murray no metió ni una, que ese chaval sería algún día el máximo anotador de la NBA: “No tiene miedo a nada, siempre cree que es el mejor de los que están en pista”. Para su segunda temporada ya era titular y rondaba los 17 puntos por noche.

Y no tenía miedo a nada en gran parte por el reverso de ese Roger Murray cuyos métodos fueron muy cuestionados, especialmente cuando un artículo de ESPN explicó con todo detalle como había fabricado su estrella del baloncesto. Literalmente desde la cuna, cuando llevaba a Jamal con él y aparcaba el carricoche junto a la cancha para que el bebé se fuera acostumbrando a los sonidos del juego. Poco después, le ponía al lado de la pista de los mayores una canasta de juguete, de marca Fisher-Price. Para cuando tenía siete años, Jamal Murray ya tenía que meter 30 tiros libres seguidos si quería dar por acabada una sesión de trabajo. Exatleta, devoto del baloncesto desde que vio jugar a Michael Jordan por primera vez y admirador de la filosofía de Bruce Lee, Roger usó métodos castrenses para conseguir que su hijo disparara la tolerancia al dolor, fortaleciera su cuerpo y, sobre todo, entendiera que la mente estaba por encima, era la verdadera clave.

Él, Jamal, ha asegurado siempre que no sufrió mientras crecía, que era feliz siguiendo el camino que su padre había trazado para él. Para ambos: se trataba de crear una gran estrella canadiense y, finalmente, el mejor jugador de la NBA. No uno muy bueno: el mejor. Tim Connelly, el directivo que lo drafteó y que ahora está en los Timberwolves, tenía que pararle los pies cuando lo veía enfrascado en entrenamientos interminables y sesiones de vídeo inacabables. “Le decía que más no es siempre sinónimo de mejor”. Pero Jamal Murray no se iba a detener justo entonces, recién llegado a la NBA: “Por cómo me preparaba antes, esto es lo fácil, la NBA es como un descanso”.

Tandas durísimas desde muy niño, a cubierto o entre la nieve de los inviernos de Canadá. Dribblings en las pistas deslizantes de hockey de hielo, un cultivo delicado del equilibrio. Kungfú, meditación, ejercicios para poner sus pulsaciones por debajo de 40 y trabajo físico y mental para tolerar lo que le echaran: se pasaba minutos, por ejemplo, en posición de sentadilla, sin moverse y con tazas de te muy caliente sobre sus rodillas. No tenía móvil, no podía jugar a videojuegos ni ir al centro comercial y la televisión se desconectaba si llevaba demasiado tiempo encendida. Lo que hubiera que hacer, se hacía. De momento, ya es campeón de la NBA, un histórico de Denver Nuggets y la mitad de una pareja que puede pasar a la historia como una de las mejores que hemos visto: Jokic y Murray, el mago de Sombor y el arquero de Kitchener.