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GOLDEN STATE WARRIORS

Green y los límites de la dinastía

La agresión a Poole abre heridas en los Warriors a las puertas de su defensa del título. El dinero de los contratos aparece como fuente de tensión.

Green y los límites de la dinastía
Noah GrahamGetty

¿Y si, en realidad, es cuestión de dinero? Porque todo, finalmente, podría ser siempre cuestión de dinero. Y lo que implica: estatus, poder: respeto. Hay unas cuantas formas, sean eufemismos o no, de expresarlo en el deporte. El viejo quiero sentirme valorado, por ejemplo. Demonios, si alguien sabe que todo es cuestión de dinero, esos son los Warriors. El grupo comandado por Joe Lacob compró la franquicia en 2010 por 450 millones de dólares. Hoy, está valorada en casi 6.000 millones. El anillo de 2022, el cuarto en ocho años después de 40 años de sequía costó unos 360 millones en plantilla, entre salarios e impuesto de lujo. Un récord de ciencia ficción que hizo que otros propietarios pusieran el grito en el cielo. La franquicia, y no por romanticismo, regresó a San Francisco y a su populoso downtown desde Oakland. Invirtió más de 1.000 millones en un nuevo pabellón-nave nodriza: el Chase Center. Gastó y gastó para ingresar e ingresar y gastar y gastar y así seguir ingresando e ingresando… Ya se entiende el concepto: dinero.

Cuando se supo que Draymond Green había agredido a Jordan Poole en un entrenamiento, los Warriors trataron de solucionarlo a lo Warriors, con esa gestión interna que alarga su dinastía a base de apagar cualquier incendio, siempre y cuando no lleve Kevin Durant la antorcha. Reuniones rápidas, cara a cara y lo más en privado que fuera posible. Un mensaje coordinado y templado. Y, en esas, el vídeo de la agresión en TMZ. Una escena peor de lo previsto, peor de lo que se aireaba. Una reacción espantosa, profundamente violenta, de Green. Tanto que permite cuestionar si la NBA no va a intervenir más allá de códigos internos del equipo. Y tanto que, sobre todo, permite plantearse cuánto daño hace a esa mezcla casi alquímica que mantiene todo en marcha: el cerebro de Andre Iguodala, el liderazgo feliz de Stephen Curry, el carril aéreo de Klay Thompson, la psicología persuasiva de Steve Kerr… y la ruleta rusa de Draymond Green. Para lo bueno y para lo malo.

Green es un jugador que parece demasiadas veces fuera de control, que vive en el filo de un alambre que tiene la cordura a un lado y el caos más profundo al otro, a unos centímetros. Eso desquicia a los rivales y saca lo mejor de un competidor único y un defensor de leyenda. Pero también obliga a que todos en los Warriors, Curry y Kerr a la cabeza, estén preparados para gestionar la percusión emocional de un jugador que, con 32 años y después de 10 en la franquicia, dejó atrás cualquier momento propicio para cambiar. Los Warriors exprimen lo que les favorece del carácter de Green, capean lo que les irrita y se santiguan para que lo primero pese más que lo segundo. De eso, al fin y al cabo, se encarga un Curry que en ningún momento ha dejado de querer a Green a su lado y que no concibe a los Warriors, sus Warriors, sin el big-three que los dos forman con Klay Thompson. Curry, el rey sol, tiene cuatro años más de contrato.

El general manager Bob Myers, es información que llega desde la Bahía, le dijo a Green aquello de “tú eres mejor que esto”. Después, en público, dijo que era posible “odiar lo que había hecho Green pero querer a Green”. Y que el jugador siempre acababa recuperando el apoyo y la confianza de sus compañeros y que esa era, ni más ni menos, su obligación ahora. Kerr se mostró decepcionado sin decir que lo estaba y Curry se ha pasado los días con la aguja de coser por los pasillos: charlas en los despachos, charlas en los pasillos, charla para mostrar apoyo incondicional a Poole y charla para preguntarle a Green qué demonios le pasaba por la cabeza. Green ha hecho muchas, siempre el límite. Ha tenido problemas graves con Kerr, tuvo aquel asuntillo de la sanción en las Finales de 2016 y fue tan partícipe del fichaje de Kevin Durant como responsable del amargo culebrón que acabó con la salida del alero. Un caso del que después, sin mucha cortesía, culpó a los directivos de su equipo. Los que, dinero, le dieron en 2019 una extensión máxima de cuatro años y 100 millones de dólares.

Sigamos el rastro del dinero. Ganado el anillo de 2022, los Warriors se enfrentaban a un verano de decisiones. Gastar todo lo que tenían que gastar para retener el equipo campeón y tener a todo el mundo contento implicaba una plantilla (salarios+impuesto) de más de 500 millones de dólares. Algo que ni ellos, ¡ni ellos!, iban a gastar. Se fueron, por dinero, jugadores muy queridos en el vestuario y muy importantes en la rotación como Gary Payton Jr y Otto Porter. Y quedaban pendientes cuatro posibles extensiones: Klay Thompson (32 años) no iba a negociar la suya con dos años y casi 84 millones por cobrar. Después de más de dos años y medio en blanco por culpa de dos lesiones gravísimas, el extraordinario escolta se llevó 106,1 millones por 32 partidos de regular season jugados entre 2019 y el verano de 2022. Andrew Wiggins (27 años) no solo limpió su nombre en la Bahía sino que fue crucial en el rumbo hacia el título, determinante en las Finales contra los Celtics. Le queda (33,6 millones) solo un año de contrato y, por ahora, nada. Green (32) tiene dos años y más de 53 millones asegurados. Pero también una player option de 27,5 para la temporada 2023-24. Es decir, puede ser agente libre el próximo verano. Y Jordan Poole (23) jugó una temporada fantástica en la que enseñó unas enormes posibilidades como jugador de ataque. Todavía no ha hecho caja y le queda un año de contrato rookie por 3,9 millones. Si no firma una extensión antes del 18 de octubre, será agente libre restringido en verano.

De esos cuatro casos, los dos más tensos eran y son los de Green y Poole. Y la información que ha llegado desde dentro de la franquicia apuntaba a que si solo se hacía una de las extensiones, sería la de Poole. El escolta quiere unos 130 millones. El mercado ha hablado en casos que él puede considerar similares: Anfernee Simons renovó en los Blazers por 100 millones y cuatro años. Jalen Brunson cambió Mavs por Knicks y se llevó 104 millones. Y Tyler Herro ha firmado con los Heat por un contrato que puede llegar a 130 millones de dólares. Green, que hace semanas reconoció que no creía que fuera a llegar a un acuerdo antes del inicio de la temporada quiere un contrato máximo de cuatro años. Le pondría, si se suma la temporada próxima que tiene asegurada, en un total de cinco años y 164,2 millones. El último de esos cinco cursos lo jugaría con 37 años. Su agresión a Poole da una coartada perfecta a los Warriors ya no para no darle esas cantidades: para que parezca perfectamente normal que no se las den. Green, de hecho, debería plantearse cuánto ha perjudicado a su futuro contrato, sea donde sea, con este espantoso incidente: los Warriors pueden sentirse más motivados que nunca a tomárselo con mucha calma con él. Y otros equipos estarán tentados a pensar cómo sería tener a Green en el vestuario, qué efecto provocaría un jugador así fuera del delicado equilibrio climático que los Warriors han sido construir durante años gracias, sobre todo, a las particulares personalidades de Curry, Klay y Kerr.

Así que algunas informaciones apuntan a que Green no soporta que los Warriors no consideren prioritaria su extensión, y mucho menos que se sientan más atraídos por las suspensiones (y los nueve años menos…) de Poole. Quienes defienden esta postura, aseguran que la tensión entre ambos ha sido palpable durante el training camp y que este desenlace, aunque indeseable, no era del todo imprevisible (el desencuentro, no la violencia). Green, al parecer, se ha disculpado con Poole, con el resto del equipo y con otros puntos de foco de la franquicia. Pero incluso si esto se arregla, si los Warriors vuelven a poner a prueba con éxito el excepcional poder sanador de su ecosistema, quedará en todo caso otra pregunta trascendental en la Bahía: ¿cómo de enfadado está Green?, ¿cómo de dolido? Y, porque eso implica en su caso, ¿cómo de inestable? Es pronto, pero hay caso. Lío. Y mucho trabajo para la aguja de coser de Stephen Curry. Otra vez.