Dirk Nowitzki, la Mona Lisa de la probeta de Holger Geschwindner
El, para muchos, mejor jugador europeo de la historia anotó más que Wilt Chamberlain y Shaquille O’Neal, fue MVP de ‘regular season’ y Finales, tuvo una temporada 50-40-90 y, claro, un anillo de campeón.
Mitad científico loco mitad hombre del renacimiento, al Holger Geschwindner niño (nació en en 1945, tiene 77 años) que creció en la Alemania en ruinas de la posguerra le gustaba el deporte pero la cabeza le iba demasiado rápido como para llenarla con el fútbol, casi el único lenguaje común de Europa por entonces (y tal vez de ahora, porque así estamos). Todo lo que, por lo que entendía como simple y fortuito, no le daba el deporte rey sí lo encontró en un baloncesto que, como el jazz, descubrió gracias a los soldados afroamericanos destinados en Alemania Occidental y que se convirtió en el recipiente de todas sus inquietudes y el escenario en el que obró la obra maestra de toda una vida: Dirk Nowitzki.
Nowitzki es mucho más que el mejor jugador de la historia del baloncesto europeo. Fue el presagio de unas cuantas revoluciones: cuando llegó a la NBA solo había en la liga 38 jugadores no estadounidenses, la inmensa mayoría llegados desde College. Por entonces resultaba disparado que una franquicia le diera un número 9 del draft (hasta que él lo fue, en 1998) a un jugador que aterrizaba directamente desde Europa. Cuando llegó a la NBA los ala-pívots de 2,13 no driblaban como aleros ni eran letales desde la línea de tres. La importancia de Nowitzki en la evolución de la liga hacia lo que es hoy merece tanta significación como un currículum en el que hay un anillo de campeón, los MVP de Regular Season (2007) y Finales (2011), 14 All Star disputados, doce nominaciones All NBA (cuatro en el Mejor Quinteto) y 31.560 puntos, más que Wilt Chamberlain y Shaquille O’Neal. Solo por detrás de LeBron James, Kareem Abdul-Jabbar, Karl Malone, Kobe Bryant y Michael Jordan.
Nowitzki también es el único jugador que ha llevado la misma camiseta NBA durante 21 temporadas (Kobe se quedó en 20 con los Lakers) y firmó una temporada con el mítico y esquivo 50-40-90: en la 2006-07, en la que fue MVP, metió el 50% de sus tiros de campo, casi el 42% de sus triples y el 90% de sus tiros libres. Promedió 24,6 puntos, casi 9 rebotes y 3,4 asistencias. Y, diría, solo Tim Duncan está por delante (de él y de todos) en la lista de mejores ala-pívots de la historia. Con todos los demás se puede debatir, ya sea con el que yo creo que está por delante (Kevin Garnett) o con los que situó por detrás (Karl Malone, Charles Barkley, Bob Pettit, Kevin McHale...).
Nowitzki es uno de los mejores de siempre, una estrella con ese carisma tan especial que tienen las antiestrellas por vocación e, insisto, una Mona Lisa salida de una probeta, la de Geschwindner y su “Instituto del Sinsentido Aplicado” (Institute of Applied Nonsense), el lugar donde pulió al Dirk Nowitzki que apartó el tenis y el balonmano, el deporte que practicaba su padre, que pensaba que el baloncesto era más propio de chicas porque su mujer, Helga, fue internacional alemana. Cosas: Geschwindner fue una contrarrevolución en los tiempos de la explosión de los circuitos AAU y el mercadeo con los jóvenes talentos estadounidenses, de la inmersión en el baloncesto como único fin y de la híper musculación: sus pupilos aprendían a aprender, estudiaban ciencia y filosofía y casi no hacían pesas. A cambio, remaban durante horas en un lago por las mañanas y dormían en la pista de baloncesto por la noche. En el verano de 2010, la antiestrella, Nowitzki acordó un nuevo contrato de 80 millones de dólares por cuatro años en casa de Mark Cuban, con un simple apretón de manos y sin grandes anuncios ni aspavientos. Era, claro, el verano de The Decision, el especial televisivo de LeBron James que puso Estados Unidos del revés. Menos de un año después, el propio Nowitzki dejó sin anillo a la primera encarnación de los super Heat y se coronó definitivamente como el muy apropiado héroe de una opinión pública que estaba muy lejos todavía de perdonar y abrazar al LeBron que acabó regresando a Cleveland.
Ese Nowitzki que jugó a un nivel prodigioso los playoffs 2011 no era ya en realidad el mismo jugador que estuvo a punto de volver a Alemania varias veces durante su año rookie, cuando no se adaptó ni a los Estados Unidos ni a su idioma ni a su liga. Dormía en un sofá, tardó en comprarse una cama y cuando lo hizo eligió una demasiado pequeña, los cheques sin cobrar de los Mavs se acumulaban junto a la televisión y la franquicia texana tuvo que poner personal a su servicio prácticamente durante las 24 horas. Y ni así los entrenadores asistentes se evitaban sustos como salir corriendo a la carretera para ayudarle a cambiar la rueda de su coche a horas de un partido. Al primer Nowitzki, el que no quería estar allí, le salvaron la amistad con Steve Nash, a su manera otro outsider y un vecino con el que bebía cerveza y hablaba de fútbol, y la tozudez de Geschwindner, que conoció a Dirk cuando este tenía 15 años y trazó un plan quinquenal para ponerle en la NBA: lo tuvo que adelantar, la oportunidad era irrechazable, cuando encontró la vía para enseñar su producto a América a través del NBA Hoop Summit de 1998, por entonces el único escaparate para un europeo que no iba a disputar el torneo universitario. Allí Nowitzki sumó 33 puntos y 14 rebotes y sacó de la pista a un lote de promesas que incluía a Quentin Richardson, Rashard Lewis y Al Harrington. Donnie Nelson, en Dallas, ya estaba tomando notas.
Geschwindner, capitán de la selección alemana en los Juegos de Múnich 1972, fue para quienes le conocieron un adelantado a su tiempo: de haber nacido más tarde, dicen que habría sido sin duda otro europeo en la NBA. En 1995 ya había calculado que el tiro perfecto tenía que ser de 60 grados. Sus apuntes y bocetos pasaron del papel y boli a un programa informático que fue perfeccionado hasta pulir capa a capa el lanzamiento en suspensión de Nowitzki: la resistencia del viento, la presión de los dedos sobre el balón, la longitud de los brazos... cálculos perfectos aplicados después a la imperfección de los partidos, en situaciones de agotamiento y entre empujones de rivales. En su libreto había técnicas robadas a violinistas y pianistas y le gustaba que, al pie de su castillo bávaro, sus jugadores realizaran movimientos con la bola mientras su amigo Ernie Butler tocaba piezas de jazz con sus saxo.
Con todo lo antiamericano que era su método, su fin era el corazón mismo de los estadounidenses, el baloncesto y el jazz. Y su figura conecta a Nowitzki con el mismísimo inventor del juego, James Naismith. Su mentor Theo Clausen le había conocido años antes gracias a una beca en el YMCA de Massachusetts. Así, muy de primera mano, llegó a Geschwindner el juego con cuya síntesis él se obsesionó después: “darle sentido científico para liberar su belleza natural”.
No le cobró nunca a Nowitzki nada que no fueran los gastos que le suponían, por ejemplo, los viajes permanentes a Estados Unidos durante el año rookie de un jugador del que ahora cuesta recordar que fue novato frágil y estrella señalada por su falta de liderazgo cuando su equipo perdió en las Finales de 2006 o en la primera ronda de 2007 ante los Warriors, después de ganar 67 partidos de una Regular Season cuyo trofeo de MVP no quería ni presentarse a recoger tras aquella derrota en playoffs, seguramente la peor de su vida (8 puntos y 2/13 en tiros en el partido definitivo).
Un jugador que suplicó para que el lockout de 1998 no se resolviera y así no tener ni que jugar su primera temporada en una NBA que Geschwindner le había prometido que no pisaría hasta dos años más tarde. Los Mavericks, desesperados, llevaron a otro número 9 del draft (este en 1996), Samami Walker, a jugar partidillos con él para que entendiera que no tenía nada que temer de un campeonato que reverenciaba desde que el Dream Team de Barcelona 92 pisara Europa meses después de que él comenzara a lanzar a canasta, con 13 años. Por uno de sus integrantes, Charles Barkley, empezó a jugar con el número 14 que convirtió en Dallas en ese 41 que ya es para siempre suyo porque el 14 lo tenía ocupado Robert Pack. Holger Geschwindner pensó cuando le conoció que con un siete pies que pudiera tirar cambiaría para siempre la historia del baloncesto. Y lo hizo. Un siete pies que pasó 21 años en la NBA y que metió más puntos que Wilt Chamberlain. Desde Würzburg, con un padre que no quería que jugara el baloncesto y con un mentor que le llevó de escalada al Gran Cañón ante de su debut en la NBA para demostrarle que por mucho que ascendiera, la cima siempre seguiría estando un poquito más arriba. Hasta que Nowitzki consiguió lo imposible: que dejara de estarlo.