De Georgi Glouchkov y Fernando Martín a Giannis, Doncic y Jokic pasando por la explosión española y el más grande de todos: Dirk Nowitzki. Así se abrió paso Europa en la NBA.
Luka Doncic, Nikola Jokic y Giannis Antetokounmpo están en los primeros debates sobre el MVP 2021 de la NBA. El último se ha llevado el galardón en las dos últimas temporadas, la pasada con doblete: también fue Defensor del Año, premio que en los siete años anteriores también ganaron Rudy Gobert (dos veces), Joakim Noah y Marc Gasol. Los tres -Doncic, Jokic, Giannis- fueron all star la pasada temporada, en Chicago. Como Domantas Sabonis y Rudy Gobert. Todos los citados son jugadores europeos, estrellas cuyo lugar en la elite está naturalizado. No llama la atención que cinco sean all star en la misma edición, que opten a los premios individuales, que hasta tres aspiren a copar el Mejor Quinteto de la Temporada…
Esta es una NBA global. Un reino en el que no se pone el sol, por extensión de sus dominios y por procedencia de sus grandes protagonistas. En el citado All Star 2020, sin ir más lejos, dos cameruneses (Joel Embiid y Pascal Siakam) fueron titulares en el Este. Son ya siete años seguidos con más de 100 jugadores no estadounidenses en una Liga en al que juegan unos 450, con récords de número total en la temporada 2016-17 (113) y de procedencias (42 países distintos) una después, en la 2017-18. Las treinta franquicias tienen al menos un jugador internacional. Hay 17 canadienses, 14 africanos… y había en el día en el que arrancó la temporada 46 europeos. Nos parece normal, pero en el inicio de la temporada 1999-2000 había… 19 europeos en la NBA.
El baloncesto ha crecido a lo ancho; es más global, un deporte profundamente internacional. Las raíces de su expansión, que tampoco pareció siempre el proceso lógico -natural- que acabó siendo, están en Barcelona. En el empeño de Boris Stankovic y David Stern, de FIBA y NBA. Una visión conjunta que provocó un deshielo y un fin de los bloques que trajo al inolvidable Dream Team a los Juegos de 1992. El efecto de aquello (de Magic, de Bird, de Jordan, de Barkley, de Malone, de Pippen…) es imposible de calcular en toda su dimensión. Sísmica. Disparó al baloncesto entre todos los aficionados, también entre los más pequeños, que de la televisión se fueron a la cancha. A jugar: los hijos del Dream Team llenaron una NBA a la que empiezan a llegar los hijos de estos. Solo en el último draft había dos europeos en el top 10, Killian Hayes y Deni Avdija.
Los aficionados más jóvenes asumen con naturalidad que el lugar de los grandes talentos es la NBA, sin asterisco por su procedencia. Hace no tanto, los primeros europeos en llegar eran vistos desde este lado del Atlántico como colonos en tierra lejana, extraños en un lugar extraño. El proceso siempre es así: primero poner el pie, después asentarse, romper la barrera de lo residual: jugar. Y finalmente brillar. Ahora las franquicias tejen redes de captación de talento por todo el mundo, arriesgan con elecciones muy altas y practican el draft and stash: elegir en el draft calidad internacional en bruto y dejarla que madure, a veces durante años, antes de reclamarla. La conquista avanzó por la senda que abrieron Detlef Schrempf, Rik Smits o Uwe Blab desde las universidades y Georgi Glouchkov y Fernando Martín desde la vieja Europa, hacia la comprensión desde Estados Unidos del talento tan especial que facturaban los Balcanes: Franjo Aarapovic, Vlade Divac, Drazen Petrovic, Toni Kukoc, Milos Babic, Dino Radja, Zan Tabak y Predrag Danilovic fueron drafteados entre 1987 y 1992, mientras caía el Telón de Acero (Marciulionis, Sabonis, Volkov, Tikhonenko...) y el baloncesto se preparaba para el gigantesco punto de inflexión que fueron los inolvidables Juegos de Barcelona.
Por el camino quedaron muchos, de hecho algunos de los más grandes de su generación (y de todas) en Europa (Spanoulis, Jasikevicius, Djordjevic, Navarro...) ni hicieron caminos en Estados Unidos ni, en muchos casos, se sintieron cómodos intentándolo. También persisten patrones: la NBA sigue prefiriendo al europeo alto y cultivado técnicamente, ese tipo de jugador interior con buena muñeca y conocimiento del juego, multiusos, que acabó buscando como el maná en el Viejo Continente, hasta debajo de las piedras y a veces hasta arriesgarlo todo: por cada Porzingis (número 4 del draft en 2015) hay al menos un Dragan Bender (4 en 2016). Entre los all star europeos sigue predominando el jugador alto (Vucevic, Gobert, Jokic, el propio Porzingis, Antetokounmpo, Sabonis, antes los hermanos Gasol y Nowitzki…) y siguen siendo excepción los guards, de Tony Parker y Goran Dragic a la explosión multicolor de Luka Doncic. Estados Unidos, mientras, sigue produciendo estrellas a un ritmo perfectamente saludable. Pero las fronteras se han difuminado. Los grandes jugadores, sencillamente, se abren paso lleguen desde donde lleguen.
No siempre fue así, en parte porque el baloncesto y el mundo tampoco eran así. La historia es un tapiz que recorre los primeros y heroicos minutos de Glouchkov y Fernando Martín, la presencia firme de Schrempf y Smits, la llegada en 1989 del quinteto de la green card (Petrovic, Divac, Marciuolionis, Volkov, Paspalj…) y la explosión posterior culminada por las tres mejores carreras de europeos en la NBA: Tony Parker, Pau Gasol y el más grande todos, Dirk Nowitzki. El puente dorado hacia este tiempo en la que los europeos firman contratos de megaestrellas, se reúnen en los All Star y compiten por los grandes premios individuales. Una edad de oro que, es lo mejor de todo, vino para quedarse.
"Con este acuerdo hemos entrado en el Siglo XXI", aseguraba eufórico el 7 de abril de 1989 Borislav Stankovic, secretario general del FIBA. La Federación Internacional acababa de aprobar la presencia en todas sus competiciones de los profesionales de la NBA, que hasta entonces no podían participar con sus equipos nacionales. Ese fue el caso de Fernando Martín, el segundo europeo en desembarcar en EE UU desde el Viejo Continente. FM se despidió de la Selección en el Mundial de España en julio de 1986, tres meses antes de debutar con Portland Trail Blazers, y ya no volvería a jugar porque falleció en diciembre de 1989. La resolución de la FIBA le hubiera permitido acudir al Eurobasket 89, pero un cúmulo de circunstancias, incluidos problemas físicos, lo impidieron. Los profesionales tenían vía libre “con carácter inmediato” para disputar Europeos, Mundiales y Juegos Olímpicos, aunque el gran estreno llegaría tres años después con el Dream Team de Barcelona 92. La votación de las federaciones aprobó el concurso de los NBA por 56 votos a favor, 13 en contra (incluidos los de Estados Unidos, cuya federación no quería perder poder en favor de la NBA, y la Unión Soviética) y una abstención, la de Grecia.
La decisión, que por otra parte ya se intuía hacía meses, cambió radicalmente el panorama internacional, la NBA se preparaba para un paulatino desembarco de jugadores europeos, aunque todavía habría que superar ciertas reticencias locales, entre ellas, las de la propia prensa estadounidense, a veces con más prejuicios por lo que podía venir de fuera que algunos directivos y entrenadores. En aquel ahora lejano 1989 los dos gigantes del baloncesto continental y grandes fábricas de talento, la URSS y Yugoslavia, se acercaban a su final como los países que habíamos conocido. El 9 de noviembre caería el muro de Berlín, las guerras en Yugoslavia comenzarían en 1991 y la URSS quedaría disuelta a finales de ese mismo año. Así que en 1989 ya se atisbaban medidas de relajación del control de los dos gobiernos comunistas sobre sus deportistas, que no podían abandonar el país sin la autorización del estado (los yugoslavos, al menos hasta cumplir los 28 años, aunque hubiese excepciones, como la de Drazen Petrovic, que aterrizó en Madrid a unos días de cumplir 24; los soviéticos, nunca, salvo autorización expresa, como la de la jugadora Uliana Semenova, de 2,13 m, que desembarcó en el Tintoretto Getafe en 1987. El Goskomsport (el comité estatal de deportes de la URSS) llegó a ver la salida de sus atletas como un medio de financiación en un momento de grandes dificultades económicas y creó una agencia llamada Sovintersport para gestionar los contratos de los jugadores. Gran parte de los ingresos iban al estado y al club de origen mientras que los deportistas recibían una pequeña asignación, que, en algunos casos, como le ocurrió inicialmente a Semenova, apenas le daban para vivir en un país extranjero.
Estaban puestas las bases políticas para un desembarco en la NBA, ahora quedaba que los jugadores tuvieran la calidad necesaria para el desafío tras el frustrado paso del búlgaro Georgi Glouchkov, el pionero en 1985 (de Varna a Phoenix), y el de Fernando Martín (Portland, 1986-87). En el terreno estrictamente del talento también se daban las condiciones propicias. Yugoslavia disfrutaba del alumbramiento de una generación de ensueño, verdaderos genios de este deporte que iniciaban el asalto a la cima como colectivo en el Eurobasket 89 y en el Mundial 90 con sendas medallas de oro antes de que todo saltara por los aires. Un equipo capaz de transmitir sensaciones al espectador europeo parecidas al síndrome de Stendhal frente a la acumulación desmesurada de belleza artística. Al tiempo, la nueva generación de jugadores soviéticos nacidos a partir de 1960 iban desterrando ese baloncesto mecánico que aplastaba al rival, pero que carecía de la creatividad que ya habían mostrado los yugoslavos en la década anterior, la de los 70, con Slavnic, Kicanovic, Delibasic, Cosic…
Así que en 1989 se produjo el gran desembarco, cinco jugadores europeos cruzaron el charco para disputar la temporada NBA, tres yugoslavos (el croata Drazen Petrovic, el serbio Vlade Divac y el montenegrino Zarko Paspalj) y dos soviéticos (el lituano Sarunas Marciulionis y el ucraniano Alexander Volkov). Y hubo negociaciones entre la Jugoplastika y los Celtics para que Dino Radja fuera el sexto, aunque finalmente su llegada se retrasaría cuatro años, hasta 1993. Se le adelantó en 1990 Stojan Vrankovic, muy amigo de Petrovic y que tuvo un contrato firmado con el Real Madrid, igual que meses después el propio Volkov, aunque ambos se rompieron antes de que pudieran vestir de blanco.
Petrovic se fuga del Madrid para sufrir y… triunfar
Cinco jugadores de golpe y porrazo, cinco estrellas europeas en la NBA, aunque la que más brillaba entonces era Drazen Petrovic, que en marzo del 89 le había metido 62 puntos al Snaidero Caserta de Oscar Schmidt y del retornado Glouchkov y que en junio había sido el MVP del Eurobasket. En aquel verano, a Petrovic (Sibenik, 1964) aún le restaban tres temporadas de vinculación con el Madrid, pero Portland pujó fuerte y tras semanas de disputa en los despachos, que dejaban una sucesión de ofertas mejoradas al jugador y un millón de dólares de compensación al club blanco, el genio de Sibenik tenía el OK para firmar por los Blazers. El desembolso total por tres campañas y una cuarta opcional superaba el millón anual. Por encima de lo que cobraba Clyde Drexler en ese momento. Drazen viajaba, como garante de sus opciones de éxito, con un talento pocas veces visto en Europa, una ética de trabajo y una ambición personal por triunfar casi insuperables. Y, sin embargo, su primera temporada y media en EE UU fue muy dura, incluso pese a que Portland jugó la final en 1990 ante Detroit Pistons.
El reparto de minutos no le convencía y era el cuarto exterior de la rotación, mientras a mil millas al sur, en Los Ángeles, su amigo Vlade Divac (fueron íntimos hasta el incidente de la bandera en el Mundial de 1990 y la posterior guerra) sí vivía el sueño americano en los Lakers junto a Magic Johnson. El pívot era cuatro años más joven, tenía solo 21, y ambos se pasaban horas al teléfono en las que Petrovic le contaba sus sinsabores. No es que no confiaran en él, pero los Blazers disponían de una buena plantilla con un quinteto de muchos quilates (Terry Porter, Clyde Drexler, Jerome Kersey, Buck Williams y Kevin Duckworth) y Rick Adelman utilizaba a Drazen como especialista ofensivo. En 1990 llegó Danny Ainge y Petrovic forzó el traspaso con unas declaraciones por las que fue multado, a lo que respondió diciendo que no sabía que en EE UU faltaba libertad para expresarse. En enero de 1991 fue traspasado a New Jersey Nets, en el polo opuesto, una franquicia con pocas aspiraciones, que no alcanzaba los playoffs desde 1986, pero en la que podría destacar con más facilidad. Y de qué manera lo hizo.
En los 43 partidos que restaban de ese curso pasó a jugar más de 20 minutos para 12,6 puntos, en la 91-92 subió a 20,6 tantos y fue segundo en la votación de jugador más mejorado de la Liga (también mejoró su físico, más tirador y menos driblador) y en la 92-93 se disparó hasta los 22,3 en 38 minutos en pista con un 52% en tiros de campo y un 45% en triples. Pudo ser elegido para el All Star, pero se quedó fuera, el creía que ser extranjero le perjudicó entonces, quizá también sus gestos, mucho más suavizados que cuando estaba en Europa, pero incluso así excesivos para algunos de sus rivales. La Liga le escogió en su tercer mejor quinteto y los Nets esperaron demasiado a negociar su renovación con detalles que no le gustaron al jugador. Todo se enquistó. Petrovic le dijo a su agente que quería regresar al Madrid, donde Sabonis brillaba en su primer año, pero su representante le respondió que el club blanco no tenía dinero para pagarle. Se habló de que sus pretensiones superaban los tres millones de dólares anuales y de un acuerdo con el Panathinaikos con opción de salida hasta el mes de julio en caso de oferta NBA. Su futuro estaba aún abierto, Lolo Sainz estaba convencido de que un día volvería al Madrid, pero todo se truncó el 7 de junio de 1993 cuando falleció en accidente de tráfico en una autopista alemana.
Divac releva a Kareem, vibra con Magic y deja huella en los Kings
"No tuve problema para encajar, mi problema era que el entrenador no me ponía"
Zarko Paspalj
Por entonces, Vlade Divac (Prijepolje, 1968) hacía ya tiempo que había perdido cualquier contacto con su antiguo amigo. Una bandera les separó y la guerra en la antigua Yugoslavia terminó de romper los últimos vínculos. El pívot serbio, protagonista de la final de 1991 ante los Bulls de Jordan meses antes del positivo por VIH de Magic Johnson, estuvo sus siete primeras temporadas, de las 16 que pasó en la NBA, en los Lakers, donde en la 93-94, la primera tras la muerte de Petrovic, iba a promediar 14,2 puntos y 10,8 rebotes. Y 16 y 10,4 en la siguiente. Llegó a LA en 1989, en el primer año sin Kareem Abdul-Jabbar, y se marchó en 1996 a Charlotte Hornets con muchas reticencias como parte del traspaso de Kobe Bryant y para dejar hueco salarial al fichaje de Shaquille O’Neal. Luego volvería testimonialmente para retirarse en la 2004-05. En medio, dos cursos en Charlotte y seis en Sacramento Kings, donde junto a Jason Williams, Pedja Stojakovic y Chris Webber ampliaría su huella en la Liga hasta liderar la fase regular de la NBA en la 2001-02 con 61 victorias. Se retiró después de 1.255 partidos y con más de 13.000 puntos, 9.000 rebotes, 3.500 asistencias y 1.500 tapones.
Paspalj, de la hipnosis para dejar de fumar a Popovich
De los tres yugoslavos que desembarcaron en 1989, Zarko Paspalj (Pljevlja, 1966) fue el que no logró hacerse un hueco tras triunfar en el Partizán de Belgrado con Djordjevic, Divac y el Zeljko Obradovic jugador. El alero zurdo de 2,07 m era entonces titular en Yugoslavia por delante de Tony Kukoc, alto y rápido en sus primeros años y buen tirador, aunque poco ortodoxo, muy talentoso, quizá algo irregular y, eso sí, con problemas más tarde en su carrera desde la personal. Para la NBA le faltaba fortaleza y defensa, una mejor condición física. Gregg Popovich, asistente de Larry Brown, fue el que recomendó su fichaje para los Spurs después de viajar a Europa. Aquel verano entró en el cinco ideal del Eurobasket con Galis, Petrovic, Ostrowski y Radja.
Popovich, de padre serbio y madre croata, acogió inicialmente a Zarko en su propia casa en San Antonio, donde pudo ratificar que era un fumador empedernido, adicción que incluso trató de dejar recurriendo a la hipnosis, aunque sin mucha convicción. La amistad, entre ambos, eso sí, se mantuvo en el tiempo. Los medios veían su fichaje como algo excéntrico y el jugador, que llegó sin saber inglés y echaba de menos a los suyos, no ayudaba a cambiar esa imagen. "No tuve problemas para encajar pese a no hablar inglés, mi único problema es que el entrenador no me ponía", diría más adelante. Vuelta al Partizán y luego a Grecia hasta que sus 16 puntos en la primera parte de la final olímpica ante EE UU en Atlanta 96 le permitieron firmar un contrato con los Hawks a sus 30 años. Un problema matrimonial le hizo, sin embargo, renunciar en plena pretemporada. Volvería a Europa y en 1998 se retiraba en las filas del Kinder Bolonia, entre otros motivos, por recomendación médica. Posteriormente, tras el bombardeo de la OTAN a su país y la muerte de sus padres, sufriría un infarto al concluir un partidillo de fútbol sala que lo alejó de cualquier práctica deportiva.
La promesa de Gomelski
En el bando soviético, un lituano y un ucraniano se iban a estrenar en la NBA en aquel año 89 del siglo pasado. Ambos elegidos en sexta ronda del draft, Marciulionis en 1987 (aunque la elección fue anulada por su edad, ya que cumplía los 23 años nueve días antes de la cita) y Volkov en 1986; y ambos en el quinteto ideal del Eurobasket 87, cuando comenzó a fraguarse su desembarco en la NBA camino de los Juegos de Seúl del 88. En la previa de la cita olímpica, el Papa del baloncesto soviético, Alexander Gomelski, les transmitió la certeza a sus jugadores de que, si ganaban el oro, el gran anhelo del técnico (en Múnich 72 el seleccionador fue Vladimir Kondrasin), movería los hilos para que pudieran salir a clubes extranjeros. Sus chicos confiaban en él casi tanto como él técnico en conseguir el oro, incluso en los malos momentos y sin la seguridad de que un Sabonis convaleciente pudiera ayudarles. Y el oro fue suyo tras tumbar a EE UU en un partido memorable y a Yugoslavia en la final. Gomelski cumplió su palabra, los acontecimientos ayudaron a que así fuera, y Kurtinaitis incluso participó en el concurso de triples del All Star de la NBA en febrero de 1989. La salida no resultó inmediata y hubo que esperar al verano del 89. Sabonis también salió, pero necesitaba recuperarse todo lo plenamente que fuera posible de la doble rotura del tendón de Aquiles y sentirse otra vez jugador. Todo eso lo logró durante tres temporadas en Valladolid antes de fichar por el Madrid y marcharse a Portland en 1995.
La fidelidad de Marciulionis con Donnie Nelson
Sarunas Marciulionis (Kaunas, 1964) no era el prototipo de jugador lituano, un escolta zurdo (en realidad era casi ambidextro) muy físico y con un primer paso demoledor, al menos hasta que las lesiones le lastraron. Una negligencia interna le alejó del Zalgiris, de su Kaunas natal, y fichó con 17 años por el Statyba de Vilna, que solo abandonó puntualmente para participar en el Mundial de clubes con el Zalgiris en 1987. Quizá por eso, al principio, su relación con el núcleo lituano de la selección de la URSS no era tan fluida. Gomelski vio pronto su potencial, pero pese a su insistencia, el entonces seleccionador Vladimir Obujov decidió que fuera el último descarte para el Mundial 86 cuando ya era uno de los mejores jugadores del país (y un desconocido fuera). Marciulionis comenzó de niño practicando el tenis a buen nivel y cambió al baloncesto después de ser hospitalizado por un accidente casero con un explosivo. Llegó a la NBA tras solo tres campeonatos absolutos con la URSS y sin el bagaje en las competiciones europeas que hubiera tenido con el Zalgiris o el CSKA y, sin embargo, no quiso cambiar de club.
En su decisión de ir a los Golden State Warriors de Don Nelson, el padre de su amigo Donnie Nelson, al que conoció en una gira del americano por territorio soviético como integrante de un equipo católico para promover la religión en las universidades, también pesó la fidelidad, en este caso la de la amistad entre ambos. Sarunas logró zafarse de las presiones de Ted Turner, el fundador de la TBS y la CNN, que como propietario de Atlanta Hawks y debido a sus lazos comerciales con el gobierno comunista, negociaba directamente con Moscú. Los Hawks habían estado de gira por la URSS en 1988 y, un año antes, un grupo de jugadores soviéticos, entre ellos Marciulionis, habían formado en verano un equipo mixto con integrantes de la plantilla de Atlanta.
El escolta, sin embargo, acabó en Golden State previo pago al Statyba de unos 300.000 dólares y otras compensaciones. Aterrizaba en unos Warriors con Tim Hardaway, Mitch Richmond y Chris Mullin y en su segunda temporada entraba en playoffs. El lituano sobresalió después de superar una lesión en la rodilla izquierda. En la siguiente campaña, la mejor de su carrera, promedió 18,9 puntos en la fase regular y 21,3 y 5 asistencias en los playoffs de 1992. Ese verano se fracturaría el peroné corriendo en Vilna, aún así a su regreso mantuvo su aportación. Lo peor vino en septiembre de 1993, cuando se rompió el ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha. Campaña en blanco y traspasado luego a Seattle, de ahí a Sacramento y más tarde a Denver. Una franquicia por curso en los tres últimos en la NBA hasta su retirada en 1997 y tras ejercer de mentor de un Arturas Karnisovas entonces en el Barça camino ya del Olympiacos.
Marciulionis decía adiós meses después de una nueva lesión, ahora en el menisco, y de haber dejado la selección lituana, a la que ayudó a financiar en sus inicios, con el bronce al cuello en los Juegos de 1996. En los años duros, aún emergió su talento para ser elegido MVP del Eurobasket 95 con 22,5 puntos de media por delante de su compatriota Sabonis. Desde su retirada siempre se ha mostrado muy activo: un hotel propio, academia de baloncesto, impulsor de la Liga lituana y de la del norte (NEBL), política…
Número de europeos en cada temporada:
70
56
57
54
16
11
4
4
1
1
1
46-53
54-61
62-69
70-77
78-85
76-93
94-01
02-09
10-17
18-21
Temporadas
Número de europeos en cada temporada:
70
56
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Temporadas
Número de europeos en cada
temporada:
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Temporadas
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Volkov, el fichaje soviético del magnate Ted Turner
Marciulionis no acabó en Atlanta Hawks, pero sí lo hizo Alexander Volkov (Omsk, en el actual distrito federal de Siberia, 1964), que desembarcó en Norteamérica tras darle la liga soviética al Stroitel de Kiev. Aquello tuvo su miga y lo hizo con un triple in extremis en la final frente al Zalgiris que fue anulado por estar supuestamente fuera de tiempo y, luego, concedido después de haberse jugado una prórroga, que quedaría sin efecto. Volkov es de la quinta de Sabonis y Tijonenko, con los que coincidió ya en el Mundial júnior del 83 y con el alero, también un año en el CSKA por la obligación del servicio militar. Como ellos, era un jugador moderno, un ala-pívot veloz, con bote, tiro y visión de juego que en la NBA llegó a actuar hasta de escolta por necesidades del guion.
De no haber dado el salto a la NBA, Volkov hubiera jugado en el Madrid quizá con Gomelski en el banquillo tras el adiós de Lolo Sainz. De hecho, para firmar con Atlanta ejerció una cláusula para liberarse que recogía el contrato con los blancos. Pensó que era "ahora o nunca" con 25 años y tras colgarse el oro olímpico y abrazó la experiencia americana. Como Marciulionis, conocía a la franquicia por haber formado parte de un equipo mixto con jugadores de los Hawks en el verano de 1987. Y como él intentó firmar por otra franquicia previa anulación de los derechos del draft; no lo logró y rubricó un contrato de tres años con Atlanta.
La plantilla de los Hawks era en teoría competitiva y sería difícil que tuviera mucho espacio. Las lesiones de algunos compañeros le abrieron algo de hueco, hasta los 13 minutos de media en 72 encuentros y 5 puntos por partido. El equipo no entró en playoffs y Mike Fratello dejó de ser el entrenador. En la pretemporada del curso 90-91 se fracturó las dos muñecas en una caída. Año en blanco. En su tercer y último curso arrancó fuerte, aunque luego se diluyó un poco hasta que Dominique Wilkins se rompió el tendón de Aquiles en enero de 1992, lo que acabó abriéndole las puertas de la titularidad. Concluyó con 8,6 tantos en casi 20 minutos en un total de 77 encuentros. Se habló de un nuevo contrato; sin embargo, acabó de vuelta en Europa, primero en el Reggio Calabria italiano y luego en el Panathinaikos y el Olympiacos, con este último se retiró en 1995 tras perder la final de la Euroliga frente a su excompañero Sabonis. Volvió a vestirse de corto casi de manera promocional con el BC Kiev, ya que fue uno de sus fundadores en 1999. Luego siguió por esa senda, la de los despachos, al frente de la Federación de Ucrania, y también en la política. En 2011 convenció a su exentrenador Mike Fratello para que dirigiera a la selección ucraniana.
El tiempo vuela y ya han pasado casi 32 años desde que cinco jóvenes europeos con talento y ambición, procedentes de la Europa Este, saltaran un muro que parecía insuperable, y no era el de Berlín, sino el de la NBA: llegar para quedarse y triunfar. Los llamaron el quinteto de la Green Card, por la tarjeta verde que da permiso a los extranjeros para vivir y trabajar en Estados Unidos. No todos alcanzaron la meta, pero su empeño acercó los dos baloncestos y allanó el camino de las generaciones posteriores del Viejo Continente. Cinco jugadores que hubieran formado juntos un quinteto de ensueño: Petrovic, Marciulionis, Paspalj, Volkov y Divac. La imaginación vuela.
Rudy Fernández recoge la pelota y, mientras da sus primeros pasos, mira al cielo. Tiene alguna cosa en mente. Seleccionado por votación popular, se dispone a realizar su primer mate de la noche. Un Phoenix repleto de estrellas acogerá el primer intento (All Star 2009) de un europeo en el mítico concurso. En su cabeza, y en la del más de medio millón de personas que le observan desde España, ojipláticos, a 10.000 kilómetros de distancia, un nombre resuena con fuerza. Se quita la camiseta y ahí está Fernando Martín: su diez, su camiseta de los Blazers, la primera piel española en la NBA. De pionero a pionero.
"No sé exactamente qué va a pasar. Está empezando el tema y hay que darle tiempo al tiempo, porque no es fácil adaptarse rápidamente. Creo que en los siguientes meses será más sencillo todo. Tuve poco tiempo para sentir lo que es jugar en la NBA, pero ahora la NBA empieza para mí", declaraba Fernando Martín el 31 de octubre de 1986, tras disputar poco más de dos minutos en la derrota de los Blazers frente a los Seattle Supersonics de Dalle Ellis y Tom Chambers; a su lado, Kiki Vandeweghe y Clyde Drexler. Años después, llegarían a Oregon el propio Rudy, Sergio Rodríguez, cuyos alley-oops tienen su aquel en esta historia, y Víctor Claver. La franquicia con más españoles, caprichosamente.
La NBA empezaba para él, pero también para todo un país. La competición venía de las penurias de los años setenta y, a golpe de Magic y Bird, alzaba el vuelo con un aleteo supersónico. Michael Jordan, tan cómodo como se sentía en el aire, doblaba la apuesta. Sin ir más lejos, esa temporada sería la más anotadora de His Airness, que pasó de promediar 22,7 puntos a 37,1 tras dejar atrás una lesión que pudo cambiar su carrera. Homólogamente, Magic también alcanzaría su súmmum anotador (23,9+12,2 asistencias) y Bird, en su línea (28,1+9,2+7,6), firmaba su temporada con mayor promedio de minutos. Extraterrestres. Seres que parecían de otra galaxia pero que Martín demostró que tenían su parte terrenal: eran de carne y hueso, se les podía tocar, compartían pista con ellos.
Todo eso volvía a la memoria en 2009, a cada paso que Rudy daba hacia la canasta. "¿Martín? ¿Quién es Martín?", repetían los comentaristas americanos, con ese acento que lo convierte todo en llano. Fernández debía honrar su memoria, y lo hizo. Uno, dos, tres, cuatro pasos, pelota por detrás de la espalda, con violencia contra el tablero y, tras su rebote, mate a una mano. Al volver al suelo, ligera inclinación hacia atrás, fruto de la inercia, que, en ningún caso, iba a terminar en caída: era el aura de un machacador contrastado, lo tangible de una cultura en la que él, no estadounidense y juvenilmente espigado, aún no era del todo bien recibido. Ese no era su papel. Aún menos el de Fernando 23 años antes, cuando Rudy era un bebé de uno; pero ahí estaba el mallorquín, y ahí estuvo el madrileño.
Nueve, nueve, ocho, ocho y ocho. 42 puntos tras el primer salto. En el segundo, hasta nueve intentos fueron necesarios para culminar la acción. Por el camino, risas y murmullos que, tras el último salto, se terminarían convirtiendo en muecas de asentimiento y respeto. Bill Russell y Shaquille O’Neal incluidos. Una metáfora del trayecto nacional, e incluso europeo, por la mejor Liga del mundo.
No era una apuesta sencilla. Pau Gasol, a unos meses de lograr su primer anillo con los Lakers, tenía que rebotar la pelota contra la parte trasera del tablero; desde allí, Rudy debía envolverla y, a aro pasado, hundirla. Se consiguió, pero fuera de tiempo. Hecho que, seguramente, restó en una puntuación (42, otra vez) que el público, asombrado con lo que acababa de ver, recibió con abucheos. Nate Robinson, merecidamente, se llevaría el premio. Su segundo. El siguiente año repetiría, convirtiendo así sus 175 cm en los únicos que han ganado el certamen en tres ocasiones.
Su último mate, como tantos otros que dejó, es un recuerdo imborrable. Una de esas actuaciones que lo aúnan todo: narrativa, puesta en escena y despliegue físico. De verde completamente, pelota incluida, saltó por encima de Dwight Howard y su capa de Superman, la misma que, un año antes, había llevado al pívot hasta la victoria. Quería ser su kriptonita y lo fue. De igual forma que Rudy lo había sido unos meses antes en Pekín, en la final de los Juegos Olímpicos, cuando los Rudy, Gasol, Calderón, Navarro, Garbajosa o Reyes llevaron al límite a los Kobe, Carmelo, Wade, Paul o LeBron. "El partido nunca lo tuvimos cerrado, no puedo olvidarlo ni sacarlo de la cabeza, porque estoy convencido de que acabo de disputar un encuentro que pasará a la historia como uno de los mejores", llegó a decir este último. "Estaban cagados, y si no lo admiten, mienten. Los hemos tenido", Marc Gasol. Y así fue. El 107-118 final no fue el mejor reflejo de un partido en el que, en muchos momentos, EE. UU se vio en serios apuros. "EE UU sobrevivió al enorme desafío que le planteó España y consiguió el oro", publicó ESPN. Como Howard ante Rudy.
"Estoy convencido de que este partido contra España pasará a la historia como uno de los mejores"
LeBron James
Tras 24 años, se repetía la hazaña. España sumaba su segunda plata olímpica después de la de 1984, en Los Ángeles. "Son mejores que nosotros", alabaron los primeros a los hombres de Aíto García Reneses. Todos ellos, compañeros de un Fernando que, tras ser drafteado por los New Jersey Nets (hoy, en Brooklyn) en 1985, retrasaría su llegada a la NBA, un año más, para poder disputar la Copa del Mundo e intentar el más difícil todavía: repetir, o mejorar, un imposible que se negó. Un Fernando Martín que será recordado y homenajeado cada tres de diciembre, pero también en cada una de las barreras rotas más allá del charco. Como en el mate de Rudy. El primero de un europeo en un concurso, el primero de un español.
Las cámaras les siguieron hasta sentarse, uno al lado del otro: Rudy y Pau. El primero, con el paso del objetivo por delante, señalaba al segundo, echándole la culpa entre bromas. Se sentían cómodos, ya no pisaban territorio desconocido. Un día antes, Rudy había estado en pista en el partido de rookies contra sophomores; compartiendo juego, además, con Marc Gasol, que, como él, formaba parte del primer equipo. Un año antes, Navarro también había ocupado ese sitio. Un día después, Pau iba a formar junto a los mayores, en el partido de las estrellas, repitiendo la presencia de 2006 y sumando una más hasta las seis que terminaría logrando.
La conjugación española empezaba a ser habitual en la NBA. Por mucho que se les atragantara a los nativos: las frases subordinadas iban perdiendo su prefijo y los verbos irregulares bailaban a su antojo. Dos años antes, sus raíces ya habían mostrado cómo se agarraban a una tierra que, no hace tanto, era desconocida. Por primera vez, cuatro españoles compartían parqué en la NBA. Era la madrugada del 21 al 22 de noviembre de 2007 y, en el FedEx Forum de Memphis, los Grizzlies recibían a los Raptors. En el bando local, Pau Gasol y Juan Carlos Navarro; en el visitante, José Manuel Calderón y Jorge Garbajosa. Todos ellos, campeones del mundo un año antes. La noche española, la bautizaron, aunque no pudo ser del todo perfecta. Garbajosa, con problemas en el tobillo, no participó en el partido. A pesar de ello, la icónica imagen no se escaparía. Los cuatro sonrientes y cruzando las miradas: los de Toronto hacia la derecha, los de Memphis hacia la izquierda y todo un país hacia el futuro y, nuevamente, hacia el pasado. Pioneros otra vez.
Calderón se impuso en los dos partidos. Con grandes números, además: sus 23 puntos y 18 asistencias, entre ambos encuentros, reducían los 17 y 1 de Navarro y los 29 tantos y 17 rebotes de Gasol. Estadísticas considerables, pero que no dejan de ser anecdóticas detrás de la icónica fotografía. Una que conecta ya con tantas otras. Con la de Pau, junto a su querido Kobe, sosteniendo el trofeo de campeones o con la de Marc e Ibaka abrazados en medio del Oracle Arena de Oakland, bajo la mirada de Scariolo en el banquillo: reyes en 2019 con los Raptors. O con la de 2015, en el All Star de Nueva York, cuando los hermanos Gasol hicieron que Estados Unidos contemplara un salto inicial español. Un brinco con 29 años de impulso y en medio de una noche en que las estrellas brillaron como nunca.
Mitad científico loco mitad hombre del renacimiento, al Holger Geschwindner niño (nació en en 1945) que creció en la Alemania en ruinas de la posguerra le gustaba el deporte pero la cabeza le iba demasiado rápido como para llenarla con el fútbol, casi el único lenguaje común de Europa por entonces. Todo lo que, por lo que entendía como simple y fortuito, no le daba el deporte rey sí lo encontró en un baloncesto que, como el jazz, descubrió gracias a los soldados afroamericanos destinados en Alemania Occidental y que se convirtió en el recipiente de todas sus inquietudes y el escenario en el que obró la obra maestra de toda una vida: Dirk Nowitzki.
Nowitzki es mucho más que el mejor jugador de la historia del baloncesto europeo. Fue el presagio de unas cuantas revoluciones: cuando llegó a la NBA solo había en la liga 38 jugadores no estadounidenses, la inmensa mayoría llegados desde College. Por entonces resultaba disparatado que una franquicia le diera un 9 del draft (hasta que él lo fue, en 1998) a un jugador que aterrizaba directamente desde Europa. Cuando llegó a la NBA los ala-pívots de 2,13 no driblaban como aleros ni eran letales desde la línea de tres. La importancia de Nowitzki en la evolución de la Liga hacia lo que es hoy merece tanta significación como un currículum en el que quedaron, cuando se retiró en 2019 después de 21 años en Dallas Mavericks, un anillo de campeón, los MVP de Regular Season (2007) y Finales (2011), catorce All Star disputados, doce nominaciones All NBA (cuatro en el Mejor Quinteto) y 31.560 puntos, más que Wilt Chamberlain y solo por detrás de Kareem Abdul-Jabbar, Karl Malone, LeBron James, Kobe Bryant y Michael Jordan.
Nowitzki también es el único jugador que ha llevado la misma camiseta NBA durante 21 temporadas (Kobe se quedó en 20 con los Lakers) y firmó una temporada con el mítico y esquivo 50-40-90: en la 2006-07, en la que fue MVP, metió el 50% de sus tiros de campo, casi el 42% de sus triples y el 90% de sus tiros libres. Promedió 24,6 puntos, casi 9 rebotes y 3,4 asistencias. Y, diría, solo Tim Duncan está sin discusión por delante (de él y de todos) en la lista de mejores ala-pívots de la historia.
Nowitzki es uno de los mejores de siempre, una estrella con ese carisma tan especial que tienen las antiestrellas por vocación y una Mona Lisa salida de una probeta, la de Geschwindner y su "Instituto del Sinsentido Aplicado" (Institute of Applied Nonsense), el lugar donde pulió al Dirk Nowitzki que apartó el tenis y el balonmano, el deporte que practicaba su padre, que pensaba que el baloncesto era más propio de chicas porque su mujer, Helga, fue internacional alemana. Cosas: Geschwindner fue una contrarrevolución en los tiempos de la explosión de los circuitos amateur (AAU) y el mercadeo con los jóvenes talentos estadounidenses, de la inmersión en el baloncesto como único fin y de la híper musculación: sus pupilos aprendían a aprender, estudiaban ciencia y filosofía y casi no hacían pesas. A cambio, remaban durante horas en un lago por las mañanas y dormían en la pista de baloncesto por la noche. En el verano de 2010, la antiestrella Nowitzki acordó un nuevo contrato de 80 millones de dólares por cuatro años en casa de Mark Cuban, con un simple apretón de manos y sin grandes anuncios ni aspavientos. Era, claro, el verano de The Decision, el especial televisivo de LeBron James que puso Estados Unidos del revés. Menos de un año después, el propio Nowitzki dejó sin anillo a la primera encarnación de los super Heat de LeBron y se coronó definitivamente como el muy apropiado héroe de una opinión pública que estaba muy lejos todavía de perdonar y abrazar al LeBron que acabó regresando a Cleveland.
Ese Nowitzki que jugó a un nivel prodigioso los playoffs 2011 no era ya en realidad el mismo jugador que estuvo a punto de volver a Alemania varias veces durante su año rookie, cuando parecía incapaz de adaptarse a Estados Unidos. Dormía en un sofá, tardó en comprarse una cama y cuando lo hizo eligió una demasiado pequeña; los cheques sin cobrar de los Mavs se acumulaban junto a la televisión y la franquicia texana tuvo que poner personal a su servicio prácticamente durante las 24 horas. Y ni así los entrenadores asistentes se evitaban sustos como salir corriendo a la carretera para ayudarle a cambiar la rueda de su coche a horas de un partido. Al primer Nowitzki, el que no quería estar allí, le salvaron la amistad con Steve Nash, a su manera otro outsider y un vecino con el que bebía cerveza y hablaba de fútbol, y la tozudez de Geschwindner, que conoció a Dirk cuando este tenía 15 años y trazó un plan quinquenal para ponerle en la NBA: lo tuvo que adelantar, la oportunidad era irrechazable, cuando encontró la vía para enseñar su producto a América a través del NBA Hoop Summit de 1998, por entonces el único escaparate para un europeo que no iba a disputar el torneo universitario. Allí Nowitzki sumó 33 puntos y 14 rebotes y sacó de la pista a un lote de promesas que incluía a Quentin Richardson, Rashard Lewis y Al Harrington. Donnie Nelson, en Dallas, ya estaba tomando notas.
Los 12 países con más europeos en la NBA:
36
30
22
18
17
13
13
13
12
12
12
12
Francia
Serbia
Croacia
Alemania
España
Grecia
Lituania
Rusia
Italia
Eslovenia
Turquía
Reino Unido
* Incluye jugadores nacionalizados
Los 12 países con más europeos en la NBA:
36
30
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12
12
Francia
Serbia
Croacia
Alemania
España
Grecia
Lituania
Rusia
Italia
Eslovenia
Turquía
Reino Unido
* Incluye jugadores nacionalizados
Los 12 países con más europeos
en la NBA:
36
Francia
30
Serbia
22
Croacia
18
Alemania
17
España
13
Grecia
13
Lituania
13
Rusia
12
Italia
12
Eslovenia
12
Turquía
12
Reino Unido
* Incluye jugadores nacionalizados
Geschwindner, capitán de la selección alemana en los Juegos de Múnich 1972, fue para quienes le conocieron un adelantado a su tiempo: de haber nacido más tarde, dicen que habría sido sin duda otro europeo en la NBA. En 1995 ya había calculado que el tiro perfecto tenía que ser de 60 grados. Sus apuntes y bocetos pasaron del papel y boli a un programa informático que fue perfeccionado hasta pulir capa a capa el lanzamiento en suspensión de Nowitzki: la resistencia del viento, la presión de los dedos sobre el balón, la longitud de los brazos... cálculos perfectos aplicados después a la imperfección de los partidos, en situaciones de agotamiento y entre empujones de rivales. En su libreto había técnicas robadas a violinistas y pianistas y le gustaba que, al pie de su castillo bávaro, sus jugadores realizaran movimientos con la bola mientras su amigo Ernie Butler tocaba piezas de jazz con su saxo.
Con todo lo antiamericano que era su método, su fin era el corazón mismo de los estadounidenses, el baloncesto y el jazz. Y su figura conecta a Nowitzki con el mismísimo inventor del juego, James Naismith. Su mentor Theo Clausen le había conocido años antes gracias a una beca en el YMCA de Massachusetts. Así, muy de primera mano, llegó a Geschwindner el juego con cuya síntesis él se obsesionó después: "darle sentido científico para liberar su belleza natural".
No le cobró nunca a Nowitzki nada que no fueran los gastos que le suponían, por ejemplo, los viajes permanentes a Estados Unidos durante el año rookie de un jugador del que ahora cuesta recordar que fue novato frágil y estrella señalada por su falta de liderazgo cuando su equipo perdió en las Finales de 2006. O en la primera ronda de 2007 ante los Warriors, después de ganar 67 partidos de una Regular Season cuyo trofeo de MVP no quería ni presentarse a recoger tras aquella derrota en playoffs, seguramente la peor de su vida (8 puntos y 2/13 en tiros en el partido definitivo).
Un jugador que suplicó para que el lockout de 1998 no se resolviera y así no tener ni que jugar su primera temporada en una NBA que Geschwindner le había prometido que no pisaría hasta dos años más tarde. Los Mavericks, desesperados, llevaron a otro número 9 del draft (este en 1996), Samami Walker, a jugar partidillos con él para que entendiera que no tenía nada que temer de un campeonato que reverenciaba desde que el Dream Team de Barcelona 92 pisara Europa meses después de que él comenzara a lanzar a canasta, con 13 años. Por uno de sus integrantes, Charles Barkley, empezó a jugar con el número 14 que convirtió en Dallas en ese 41 que ya es para siempre suyo porque lo tenía ocupado Robert Pack. Holger Geschwindner pensó cuando le conoció que con un siete pies que pudiera tirar cambiaría para siempre la historia del baloncesto. Y lo hizo. Desde Würzburg, con un padre que no quería que jugara el baloncesto y con un mentor que le llevó de escalada al Gran Cañón antes de su debut en la NBA para demostrarle que por mucho que ascendiera, la cima siempre seguiría estando un poquito más arriba. Hasta que Nowitzki consiguió lo imposible: que dejara de estarlo.
Hace tiempo que Europa dejó de ser una nota a pie de página en la mejor Liga del mundo. Hace mucho que pasó de curiosidad a vivero de jugadores importantes para muchos equipos de la NBA. Pero en los últimos años el desembarco ha alcanzado unas cotas tan grandes (en cantidad y calidad) que lo extraño ahora es no ver europeos en cada una de las franquicias. Y no verlos, además, entre los mejores de la NBA. La primera década de los 2000 fue un punto de inflexión, con el big three europeo formado por Dirk Nowitzki, Tony Parker y Pau Gasol dejando claro que lo tiempos habían cambiado. Les siguieron los pasos los Marc Gasol, Goran Dragic, Joakim Noah y compañía. Pero es a partir del verano de 2013, año en el que los Bucks draftean a Giannis Antetokounmpo, cuando se puede poner fecha a la explosión e inicio de la edad de oro de los jugadores europeos en la NBA.
Desde entonces han llegado una serie de jugadores que han tenido una influencia grande, muy grande o enorme en el desarrollo de las últimas temporadas. Por ahí está Rudy Gobert, uno de los mejores defensores desde hace años, o Domantas Sabonis, de los últimos en llegar de esta nueva aristocracia europea pero que ya está en niveles de all star. También los dos Bogdanovic (Bogdan y Bojan) que han puesto al servicio de sus equipos su genética de ese talento balcánico que es inagotable. O Nikola Vucevic, que sin hacer ruido se fue formando una carrera en Orlando hasta convertirse en un pívot sobresaliente (y también all star). Nunca se habían juntado en la NBA tantos europeos de semejante nivel. Y aún falta lo mejor, porque este grupo está coronado por las tres joyas de la corona. Un griego, un serbio y un esloveno que son, hoy por hoy y sin discusión, tres de los mejores jugadores del mundo.
Giannis Antetokounmpo es, de momento, el ejemplo perfecto de esta edad de oro europea. El griego ha sido dos veces MVP de la NBA, algo que sólo pueden decir otros 13 jugadores en la historia desde que en 1956 se entregara el primer galardón al por entonces ala-pívot de los St. Louis Hawks Bob Pettit. Anteto parece salido del laboratorio del baloncesto del siglo XXI. Esa mezcla de altura, envergadura, potencia y agilidad que permite cada vez más a los jugadores romper los límites de las cinco posiciones en pista. Giannis es ala-pívot, eso está claro. Pero a nadie extraña verle subir el balón como si de un base se tratara, o de medirse en la zona con los pívots rivales. Lo que en fútbol llamarían un ‘todocampista’ y que cada vez se ve más en el deporte de la canasta y, especialmente, en la NBA, donde se les llama unicornios.
Lo de subir el balón botando como un base con más de 2 metros de altura (2,11 oficiales ahora) ya lo vieron en Zaragoza en 2012, cuando le firmaron un contrato de cuatro años días antes de cumplir los 18. Giannis jugaba en la segunda división griega y entonces ya era capaz de recorrer la pista de canasta a canasta (entonces medía 2,04, pero al lado de rivales y compañeros parecía aún más largo que ahora). Para desgracia del entonces CAI Zaragoza y de toda la ACB, ese joven prometedor nunca llegó a pisar la ciudad del Ebro. En junio de 2013 los Bucks le elegían en la 15ª posición del draft. Ya es, sin duda, uno de los robos más grandes que hayan salido fuera de los puestos de la lotería (del 1 al 14).
Aunque no sólo la genética le ha ayudado a llegar hasta los más alto. También el trabajo continuo para ir puliendo aspectos de su juego. Algunos todavía los tiene pendientes, otros los ha mejorado con creces, pero lo que no ha cambiado es una ética de trabajo que resaltan todos los que han coincidido con él y que Giannis achaca a sus tiempos de niño y adolescente en Atenas, cuando salía con su hermano Thanasis a vender en la calle relojes, carteras y gafas de sol para llevar dinero a casa. "Siempre voy a llevar eso conmigo, es como aprendí a trabajar así", ha contado alguna vez este jugador hijo de inmigrantes nigerianos, ilegales en Grecia, que por esa situación irregular tardaron meses en poder volar a Estados Unidos para estar con su hijo. De hecho, Giannis no obtuvo la nacionalidad griega hasta 2013. Ahora es un ídolo. Una metáfora del mundo en el que vivimos.
Y de un sin papeles con orígenes africanos pasamos a un balcánico con más clase que el 95% de la NBA, algo si se quiere muy europeo. Nikola Jokic tiene algo en común con Antekounmpo, aunque en el caso del serbio se eleve a la máxima potencia. Denver Nuggets lo eligió en el puesto 41 del draft de 2014. Si coger a Giannis en el 15 era un robo, lo de Jokic ha resultado el atraco de la década. En números pocas veces vistos para su posición, comienza a recordar estadísticas que no se veían desde Wilt Chamberlain, posiblemente el pívot más dominante de la historia. Pero si el bueno de Wilt aprovechó su superioridad física para aplastar rivales y récords, lo de Jokic es todo cabeza.
Seguramente una de las cosas que más atraen de él es precisamente que no tiene pinta de jugador. O al menos no de jugador de elite moderno. Aunque en los últimos meses ha conseguido una figura que nunca estuvo ahí nunca, ni ahora ni antes, cuando incluso parecía pasado de peso, ha dado la sensación de ser un deportista ultraprofesionalizado según los estándares del siglo XXI. Él funciona a su propio ritmo y mejor que sea así, porque si no nos estaríamos perdiendo un jugador único en su especie.
Hace literalmente de todo. Mete puntos sin parar (8º máximo anotador de la temporada), coge rebotes como se le supone a un pívot que tiene que cogerlos (8º) y reparte asistencias como nadie podía imaginar que lo hiciese un tipo de 2,11 (5º, 8,7 por partido). Su ritmo de pases de canasta le convierte ya, sin discusión posible, en uno de los mejores pívots de la historia en la creación de juego. Una mente absolutamente privilegiada para este deporte que no necesita sentirse superior físicamente para serlo de verdad. Suya es la mítica frase "Lo que menos me ha gustado es correr" cuando le preguntaron por su experiencia en el concurso de habilidades del All Star de 2017. Toda una declaración de intenciones de un jugador que está peleando por el que sería el primer MVP de su carrera.
Y para cerrar el podio de la aristocracia europea en la NBA, otro que es más que probable que acabe su carrera con algún que otro premio a mejor jugador de la temporada. Luka Doncic ha sido el último en unirse a esta nueva élite que quiere cambiar definitivamente los núcleos de poder en la liga norteamericana. Al esloveno le ha costado menos que a nadie poner en entredicho la supuesta inferioridad del jugador del Viejo Continente con el estadounidense. En su primera temporada en la liga fue Rookie del Año (segundo europeo tras Pau Gasol), firmó números sólo comparables a los más grandes en sus años de debut (Jordan, LeBron, Robertson…) y su franquicia, Dallas Mavericks, cambió sobre la marcha el plan. En febrero sólo quedaba un titular de los que habían empezado el curso cuatro meses antes. Por supuesto, era Doncic. El resto habían tenido que hacer las maletas porque en Dallas se dieron cuenta a la primera que era alrededor de él sobre quien había que construir todo el proyecto. Y se pusieron a ello.
Los Mavs, esa franquicia que dio la oportunidad al mejor europeo que haya pisado las pistas de la NBA, un Dirk Nowitzki que les devolvió la confianza con creces, quieren ahora construir un nuevo proyecto ganador con Doncic como pieza fundamental. En este caso, a diferencia de los dos anteriores, lo eligieron muy alto. Fue el número 3 de 2018 y los texanos cambiaron su número 5 por el tercer puesto de los Atlanta Hawks para hacerse con los servicios del hasta entonces jugador del Real Madrid. Por delante, Phoenix Suns (Deandre Ayton) y, sobre todo, Sacramento Kings (Marvin Bagley) no se atrevieron a draftear a un jugador europeo que según pensaban unos cuantos en Estados Unidos tenía poco margen de mejora después de su espectacular paso por el baloncesto europeo. La no elección de Doncic por parte de esas dos franquicias es probable que sea una de esas decisiones incompresibles que se recuerden para siempre.
Doncic ha sido el último en llegar de una camada que está transformando la mejor Liga del mundo. En un momento de cambio en la forma de jugar, con los jugadores siendo cada vez más dueños de sus carreras y una expansión internacional consolidada que no deja de llenar las arcas de la NBA, los europeos son ya parte fundamental de esta competición a todos lo niveles.