La maldición de John Starks: el 0/11 en triples que costó un anillo
Un escolta durísimo al que adoraba Pat Riley, llegó a ser all star aunque no fue drafteado. Pero su séptimo partido de las Finales de 1994 forma parte de la historia negra de los Knicks.
Los noventa fueron una década de baloncesto duro. La que siguió a los Bad Boys de Detroit Pistons, la que encumbró a Michael Jordan entre partidos de baja anotación, muchos golpes y tiros libres, defensas que parecían linebackers de la NFL y talento exprimido en aclarados a estrellas que se buscaban los puntos en jugadas de uno contra uno que exigían valor para meterse en unas zonas que eran territorio comanche. Uno de los equipos que mejor representó ese espíritu fue la versión bélica de los Knicks que entrenó Pat Riley, que dejó el Showtime de los Lakers y la soleada California en 1990 y un año después se hizo cargo del equipo de la Gran Manzana, que no había vuelto a una final de Conferencia en casi dos décadas, desde la etapa gloriosa de las tres Finales (entre 1970 y 1973) saldadas con los dos únicos títulos de la franquicia.
Después, Riley se fue a los Heat, donde sigue siendo el padrino, el alfa y omega de la franquicia que pagó por él una primera ronda de draft y un millón de dólares. Por él… o más bien por evitar una investigación que descubriera sus contactos ilegales con el entrenador que luego sería rival encarnizado en unas series muy subidas de tono entre Knicks y Heat, dos reversos de la misma moneda. En la etapa Riley (1991-95), los Knicks se toparon tres veces seguidas con los Bulls de Michael Jordan y su primer threepeat (1991-93), los llevaron a siete partidos en la semifinal del Este de 1992 y dos años después, en 1994, aprovecharon la primera retirada del 23 para colarse en las Finales de la NBA. Lo más cerca que han estado de ganar un título en casi 40 años. En 1999 volvieron a la Final pero la perdieron en cinco partidos contra los Spurs. En 1994, sin embargo, estuvieron a punto de ser campeones: cayeron en el séptimo partido (el tercero seguido que jugaron en esos playoffs) en Houston, ante los Rockets de Hakeem Olajuwon contra los que habían estado a favor 2-3 antes de viajar a Texas. Dos opciones de ser campeones se fueron al limbo.
La final de Hakeem Olajuwon... y OJ Simpson
La Final de la NBA de 1994 fue fea. Fue árida, irrespirable, condenadamente dura. Siete batallas de alambradas y trincheras que hicieron finalmente campeón a Houston Rockets. En plena serie, el Madison Square Garden era el epicentro de una ciudad que ni siquiera conciliaba el sueño y que apenas se enteró de que, el 12 de junio, la exmujer de OJ Simpson apareció muerta junto a su amigo Ronald Goldman. Días después, Knicks y Rockets jugaban en Manhattan el quinto partido de una serie que marchaba 2-2, metida ya en un clima de tensión armamentística. En pleno tercer cuarto, y con 59-53 para los Knicks, la NBC cortó la emisión para mostrar cómo OJ Simpson avanzaba por la interestatal 405 en un Ford Bronco blanco con toda la policía de Los Ángeles detrás. Apenas se volvió a conectar con el partido en lo que los periodistas implicados definieron después como la prehistoria de los reality shows.
Tras aquel quinto partido que ganaron los Knicks, el alero de los Rockets Mario Elie deambulaba por el hotel, incapaz de pegar ojo después de ver cómo a su equipo un 2-1 se le había convertido en un 2-3, camino otra vez de Texas. Hasta que se cruzó por los pasillos con la figura gigantesca de un Hakeem Olajuwon que sonrió y le dijo: “Tranquilo Mario, volvemos a casa”. En ese momento supo que serían campeones, una percepción que mantenía el base Kenny Smith desde que Olajuwon recibió el MVP de la Regular Season y se negó a levantar el trofeo si no le acompañaban todos sus compañeros de equipo. De ahí surgió el espíritu que tumbó a unos Knicks para los que cada entrenamiento por entonces era “como un partido de rugby”, el equipo que tenía uno de los frontcourts más duros (en toda la extensión del término) de la historia: Patrick Ewing, Charles Oakley, Charles Smith, Anthony Mason…
Los Rockets voltearon la final en su pista hacia un 4-3 tremendo en una final tremenda en la que no hubo ni un solo partido roto antes de los últimos minutos y en la que la diferencia media fue de poco más de 7 puntos. Y la mayor, de 9. Los Knicks de hecho promediaron 86’9 puntos por los 86’1 del campeón, unos Rockets que se salvaron en el sexto partido gracias a una jugada que es leyenda de los playoffs: Hakeem Olajuwon llegó a la línea de tres para puntear el tiro definitivo de John Starks y dejar el marcador en el 86-84 final. Starks había acercado al título a los Knicks con 16 de sus 27 puntos en un último cuarto sublime al que sólo faltó aquel tiro ganador que se fue al limbo y que crujió el ánimo del eléctrico base hasta abocarle a un séptimo partido de pesadilla: 2/18 en tiros, 0/11 en triples.
Starks quedó marcado por ese triple que no llegó a completar en el sexto partido y que habría valido un anillo. Y, claro, por su desastrosa noche, históricamente mala, en el séptimo. Algo con lo que a Pat Riley siempre le han llevado los demonios: “Sin él ni siquiera hubiera habido séptimo partido. Tuvo las pelotas y el corazón de jugársela en esos tiros, en un partido en el que todo el mundo estaba dejándose la vida en defensa y nadie anotaba con claridad”. Riley solía recordar, para rematar su argumento, que se hablaba mucho de ese 0/11 en triples pero poco de que Starks había anotado en dobles dígitos en los últimos cuartos de los partidos cuarto, quinto y sexto. Había metido varios tiros tremendos en momentos trascendentales de la Final, en la que promedió 17,7 puntos y 5,9 asistencias. Venía de una temporada de 19 y 5,9 en la que había sido all star. Un año antes había entrado en el Segundo Quinteto Defensivo, y en 1997 fue Mejor Sexto Hombre del año. La salida de Riley y la llegada de Don Nelson, con el que había chocado en los Warriors, le mandaron al banquillo, desde donde luego supo brillar ya con Jeff Van Gundy como entrenador.
Pese a su 1,91, Starks era un miembro de primera fila de esa defensa de hierro (la mejor de la NBA rumbo a esas Finales de 1994) que construyó Pat Riley con Patrick Ewing como ancla y la filosofía de no layup: no se podía conceder ni una bandeja. Sus peleas con Reggie Miller en los hirvientes Knicks-Pacers y su garra contra los Bulls lo convirtieron en un favorito del Garden. En los playoffs de 1993, en el segundo partido de la final del Este, dejó un mate legendario (The Dunk) ante Horace Grant y la mirada fija de Michael Jordan. Puro corazón, Starks batió (1994-95) el récord de triples en una temporada: 217, una cifra hoy absolutamente obsoleta. De hecho, sigue siendo (982) el líder en triples anotados con la camiseta de los Knicks. Y lo más increíble, lo verdaderamente increíble de su historia, es que ni siquiera tendría que haber estado allí.
Porque Starks no fue una sensación de instituto ni una estrella de College esperadísimo en el draft. Nacido en Tulsa (Oklahoma) hace 55 años, no jugó al baloncesto hasta su último año de instituto y pasó después por cuatro universidades. En Rogers State formaba parte de un equipo reserva y solo era utilizado si había jugadores lesionados o sancionados. Ni siquiera se ponía el chándal en la mayoría de partidos y, para colmo, fue expulsado por robar un aparato de sonido a un compañero al que acusaba de haber destrozado su habitación. La venganza le costó el cambio de universidad y, después, una pena de cinco días de cárcel.
En Northern Oklahoma tuvo sus primeros momentos de éxito como jugador pero se marchó después de que le pillaran fumando marihuana. En la tercera, Tulsa Junior, se propuso sacar la carrera de empresariales pero finalmente recibió una beca para jugar en Oklahoma State, desde donde saltó al draft de 1988 sin que ninguna franquicia lo seleccionara. Firmó como agente libre con los Warriors, que no le dieron minutos porque tenían al Rookie del Año de esa temporada, el tremendo Mitch Richmond al que habían seleccionado con el número 5 y que, como Starks, era escolta.
Entre la CBA (Cedar Rapids Silver Bullets) y la World Basketball League (Memphis Rockers) apuró un tramo de baloncesto (1989-1990) que parecía alejarlo definitivamente de la NBA hasta que su suerte cambió, irónicamente, gracias a un encontronazo con Pat Ewing. En una prueba con los Knicks, intentó machacar por encima del pívot, que le quitó la idea de la cabeza con una fea acción que le lesionó. Los Knicks no podían cortarle mientras estuviera de baja, así que de esta forma ganó el tiempo suficiente para hacerse un hueco en el equipo. “Pat Ewing fue mi salvador”, solía decir con ironía este escolta que forma parte de nuestra memoria de aquel brutal baloncesto de los años noventa, que llegó más lejos de lo que decía la misma lógica y que, desde luego, fue mucho más que aquel 0/11 en triples en el último gran asalto de los Knicks al anillo.