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La resurrección de Wiggins, el 'pufo de los 148 millones'

El alero, número 1 del draft de 2014, está enlazando muy buenos partidos y en los Wolves aparece un rayo de esperanza. El sistema de Ryan Saunders, clave.

La resurrección de Wiggins, el 'pufo de los 148 millones'
Gregory ShamusAFP

La vida pasa en un suspiro. Hace seis o siete años, Andrew Wiggins era el siguiente gran talento generacional de la NBA, un jugador señalado como el siguiente LeBron James, y un número 1 de draft seguro y valiosísimo que en mayo de 2013 se comprometió con Kansas para pasmo de las otras tres grandes que habían llegado a la última fase del reclutamiento: Florida State, Kentucky y North Carolina. Ahora, poco más de seis años después, Wiggins ha jugado ya cinco temporadas NBA y está en la sexta: ha dejado atrás, por tanto, los cuatro años y medio que son promedio de vida de las carreras NBA, y va camino de los 25 (en febrero) convertido, básicamente, en un bust (un jugador que se estrella a partir de unas expectativas muy altas). En su caso, ha sido hasta ahora un alero correcto cuando su proyección era de gran estrella. Peor: ha sido un bust problemático. No uno de los que desaparecen en un traspaso o por la gatera de la agencia libre sin pena ni gloria, sino uno de los que firman esas extensiones rookies que muchas veces son un triunfo de las franquicias y otras, una condena muy costosa. Los Wolves conocen las dos caras del asunto por los 148 millones por cinco años (a contar a partir de la temporada 2018-19) que firmaron a Wiggins en octubre de 2017 y, en el lado amable del asunto, los 190x5 que se llevó el otoño pasado Karl-Anthony Towns, otro número 1 de draft (2015) que en su caso sí está cumpliendo con las (enormes) expectativas que le recibieron en la NBA y que, por ejemplo, ha sido all star la dos últimas temporadas.

Cinco años muy por debajo del nivel esperado

Ningún canadiense había sido número 1 de draft hasta que los Cavaliers eligieron en 2013 y 2014 a Anthony Bennett y Andrew Wiggins. Dos seguidos y dos que en el verano de 2014 se fueron a Minnesota Timberwolves. Esa operación convirtió a Wiggins en el segundo número 1, después de Chris Webber en 1993 (drafteado por los Magic, debutó con los Warriors) que era seleccionado por una franquicia y traspasado a otra sin haber debutado de forma oficial. Durante casi dos meses, entre junio y agosto, esperó con la camiseta de entrenamiento de los Cavaliers puesta a que los ajustes contractuales y legales permitiera la oficialización de su traspaso a los Wolves en la operación Kevin Love con la que los Cavs se quisieron adaptar a las necesidades de competitividad instantánea que exigía el regreso a casa de LeBron James. De chico de oro a carne de traspaso e inicio de carrera profesional en una franquicia depauperada como los Wolves. No era el plan previsto ni la hoja de ruta de sus sueños de instituto.

Durante cinco años, Wiggins ha sido una decepción gigantesca. Fue Rookie del Año y en la temporada 2016-17, la tercera en la liga, promedió 23,6 puntos. Poco, anotación al peso aparte, para lo que se esperaba de él, suficiente para que los Wolves se pillaran los dedos (no vaya a ser que...) con esos 148 millones que se alargarán hasta 2023, cuando termine de cobrar en verano 33,6 millones que tiene garantizados en el curso 22-23. Esos números han hecho imposible de traspasar (un concepto que normalmente nunca se puede usar en la NBA, donde parece que siempre hay un roto para cualquier descosido) a un jugador venido a menos a las primeras de cambio. Flojo de ánimo, apático en defensa, poco productivo en un ataque al que generalmente aporta números huecos, frío y empecinado en una forma de jugar que le convierte en mediocre y le impide explotar unas virtudes que son tan obvias como teóricas: en las dos temporadas anteriores a la actual ha promediado unos 18 puntos con menos de tres asistencias y casi dos pérdidas por partido, muy pocos tiros libres lanzados, porcentajes pobres y muy poca actitud defensiva.

Cada cosa que se torcía (muchas en los Wolves) parecía apocar más a un Wiggins que nunca se sentía invitado a la rebelión. El paso de Tom Thibodeau por el banquillo y de Jimmy Butler por la pista casi acaban con Towns, que resurgió en el segundo tramo de la pasada campaña con un equipo por fin volcado hacia él, y pareció llevarse del todo por delante a un Wiggins que pasó por todas las ventanas de mercado sin que nadie picara. Los Wolves estrenaron época con un nuevo liderazgo joven y de mentalidad moderna y ambiciosa, el presidente colombiano Gersson Rosas (41) y el entrenador Ryan Saunders (33), hijo de Flip Saunders, una de las pocas leyendas de una franquicia que decidió a tiempo poner el énfasis en una revolución cultural centrada en Towns y amortajada por, otra vez, el maldito contrato de Andrew Wiggins, al que parecía haber abandonado hasta la genética: su padre fue jugador de la NBA y su madre, velocista olímpica.

La pretemporada y el inicio de esta nueva campaña tampoco fueron prometedores. En el partido inaugural, Wiggins dejó unos terribles 21 puntos para los que invirtió 37 tiros (10/27) con solo dos desde la línea de personal, un 0/4 en triples y un cero en asistencias, robos y tapones. Pero después, poco a poco y mientras muchos se frotaban los ojos, ha ido apareciendo una versión ilusionante del alero, algo innegable por mucho que en Minnesota quieran andarse con tiento antes de invertir capital anímico en un jugador que tantas veces ha amagado para acabar siendo una decepción. En noviembre (siete partidos), promedia 29,1 puntos, 4,7 rebotes, 5,1 asistencias, un 50,6% en tiros de campo, un 43% en triples, solo 1,6 pérdidas y más de cinco pasos por la línea de tiros libres cada noche. Todos esos números superan o igualan los mejores de su carrera. No solo eso: ha sido decisivo en finales igualados, ha ejercido de director en partidos en los que no estaban ni Jeff Teague ni Shabazz Napier y ha tirado del equipo cuando ha faltado Towns. Y los Wolves están 7-4, en un feliz sexto puesto del Oeste.

El esquema de Saunders, perfecto para él

Si hay alguna esperanza, justo cuando parecía que no quedaba ninguna, tiene que ser ahora. Wiggins parece reanimado, con una energía que apenas había enseñado, especialmente en las dos temporadas anteriores. El trabajo de Rosas y Saunders para darle la vuelta a una franquicias casi en quiebra podría, en ese sentido, haber alcanzado incluso al jugador que parecía definitivamente desahuciado, ya un deshecho de fábrica. Pero que ahora mismo apunta a pieza útil y, por fin, sugiere la promesa de acercarse al menos a lo que nunca ha podido ser. Es el ambiente de trabajo y es el estilo de juego: Saunders quiere unos Wolves al corriente de la NBA actual, con mucho tiro exterior, rapidez en la circulación y capacidad de reacción ante las decisiones defensivas del rival. Un equipo de drive and kick. Cuando llegó al cargo la pasada temporada puso el estilo por delante de los mimbres. Primero la forma de jugar, aunque fuera por pura cabezonería. Y después adaptar a los jugadores a ella... o encontrar otros que se adapten.

Towns ejerce de referente absoluto pero inicia muchas jugadas lejos de la zona, aprovechando sus extraordinarias (y particulares) condiciones. Robert Covington ha pasado a ejercer de cuatro abierto para generar espacios y amenaza exterior. Eso ha permitido a Wiggins encontrar vías de penetración y pases abiertos a los tiradores cuando la defensa colapsa en torno a él. Con Thibodeau, Towns tenía que empezar los ataques en la zona y Taj Gibson jugaba a su lado sin dejar espacio para nada que no fueran las guerras que iniciaba y acababa Butler. Este nuevo sistema está disparando la confianza de Wiggins porque le permite exprimir su físico y encontrar pases sencillos y productivos que relanzan sus cifras de asistencias y reducen las de pérdidas.

En lo que llevamos de noviembre es el décimo jugador de la NBA que más penetra y el cuarto que más anota por esta vía, en números cercanos a los de James Harden. Está en el percentil 75 en ratio de asistencias y en el 95 en menos pérdidas dentro de un sistema de ataque en el que pasa desde la zona y a tiradores que esperan abiertos. Objetivos visibles y sencillos de alcanzar. Su manejo de la bola parece muy mejorado después de un verano en el que lo ha trabajado con énfasis, harto de que sus pérdidas por manos rápidas de los rivales parecieran camino de convertirse en un clásico. Ahora está en sus números más bajos en pérdidas totales (1,5) y porcentuales (6,1%). Y con el nuevo libro de estilo ha pasado a anotar o tirando más y mejor de tres (con una selección más adecuada) o más cerca del aro, donde ha subido sus porcentajes porque los defensores grandes tienen que salir a perseguir a Towns y a fijar a Covington. El tiro de dos de mala selección y bajo porcentaje, que tanto frecuentaba y que tanto mal le hacía, está quedando por fin en mero recurso: ahora ejecuta un 8,2% de sus lanzamientos desde una distancia de entre 4 y 5 metros al aro y el 12,1% entre seis metros y la línea de tres. Antes esas cifras estaban en 12,2 y 18,1%. Además, sus porcentajes también son los mejores en ambos casos (47,1 y 40%).

Su porcentaje en tiros libres sigue sin ser ideal pero al menos vuelve a superar el 70% (73,6) después de dos temporadas sin hacerlo. Y la defensa de su equipo es cuatro puntos porcentuales peor con él en pista. El panorama no es ideal todavía, desde luego. Pero los brotes verdes son ya evidentes y sostenidos durante un buen puñado de partidos, suficiente para que toda la NBA arquee la ceja y en Minnesota se planteen (con aprensión) si pueden haber hallado petróleo por el simple hecho de no haber encontrado un socio para ejecutar un traspaso en un verano en el que tampoco fueron capaces, aunque tuvieron opciones, de convertir a D’Angelo Russell en su nueva estrella... y un playmaker compatible con Towns. En los últimos partidos, Andrew Wiggins ha sido ambas cosas. La cuestión es si podrá, como mínimo y por fin, mantener ese nivel o si este será otro amago finalmente estéril de un jugador cuya trayectoria ha sido hasta aquí ciertamente desesperante. Las sensaciones, al menos, invitan al optimismo. A ver...