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Luke Walton, California y el I Love Basketball: bienvenidos al futuro de los Lakers

No se trata de la victoria ante los Warriors, que también. Porque en la de la temporada pasada, aquella del partido (NBA) que Marcelinho contará a sus nietos, todo tenía un descacharrante tufo a sketch surrealista, algo que no debería estar pasando y que no significaba nada. Ahora hay que partir de la base de que los Warriors, con todos los pilotos encendidos y sin jugar en back to back tras la tan emocional noche ante los Thunder, ganarían casi, casi, casi siempre a los Lakers. Incluso en su actual estado, empezando todavía a hervir y con un Klay Thompson cuyo bache empieza a parecer una crisis de identidad. O, sería mucho peor, de adaptación al nuevo mundo. La cuestión es que, con todas sus circunstancias, esta victoria sí tiene mensaje porque enlaza de forma real con lo que son estos nuevos baby Lakers. Que han sido el primer equipo que ha jugado cuatro partidos a domicilio y que solo se ha enfrentado a equipos, si se incluye a unos Thunder en los que yo no confío demasiado, que teóricamente estarán en playoffs. Los Lakers están 3-3 como podían estar 2-4… o 5-1. Compitiendo en todos los partidos y con una sonrisa de oreja a oreja. Quien haya seguido al equipo en el último trienio sabrá hasta qué punto eso es noticia. El grito de “I Love Basketball” que soltó Metta World Peace tras lanzar un tiro libre contra los Pacers resonaba en el vestuario tras esta victoria tan mediática. Humor saludable con, otra vez, mensaje: a este grupo de jugadores ahora sí le gusta jugar al baloncesto. Van a trabajar felices, no obligados para ganarse el sueldo. Cualquiera entenderá la diferencia. Que es la diferencia, en realidad, entre Byron Scott y Luke Walton.

En pretemporada reconocía Jeanie Buss que el negocio familiar era ganar partidos de baloncesto y que de un tiempo ya largo a esta parte lo habían hecho más mal que bien. Más allá de las palabras, ha sido un verano de corrección y asunción de errores y realidades. Un viraje que ha hecho que los Lakers empiecen a parecerse a una franquicia de esta época y dejen de tener el aspecto de un monumento fútil y gastadamente rococó a su propia grandeza precisamente cuando esta iba camino de perder su efecto hipnótico sobre toda una nueva generación de aficionados… y jugadores. Lo que ahora está pasando, creo, siempre ha estado en la hoja de ruta post Kobe Bryant de Mitch Kupchak, que se ha llevado palos para llenar un par de vidas pero que, como mínimo, ha minimizado daños al no entrar en algunos envites absurdos de los últimos mercados veraniegos una vez que las grandes piezas habían elegido otros pastos. Ese pecado ha arruinado eras completas en algunas franquicias. En Nueva York tienen un doctorado, por ejemplo. Además, ha hecho un excelente trabajo con las oportunidades que le ha brindado ser un equipo horrendo: al margen de un Brandon Ingram por descorchar, pocos en L.A. cambiarían ahora a Julius Randle por Marcus Smart o Aaron Gordon, que salieron por delante. O a D’Angelo Russell por Jahlil Okafor, que salió detrás. Además Larry Nance fue número 27, Jordan Clarkson 46 e Ivica Zubac 32, un golpe de suerte porque Kupchak tenía al croata en el puesto 16 de su particular mock draft.

A partir de aquí, los Lakers han hecho lo único que podían hacer, y lo que seguramente han tardado demasiado en hacer, para evitar que todo su legado se fuera por el sumidero: entender que se habían convertido en una franquicia más, una disfuncional y con mala prensa de hecho. Y darse cuenta de que solo podrían volver a ser un equipo especial (y por lo tanto un destino apetecible a medio plazo) asumiendo que habían dejado de serlo. No se trataba tanto de “si Jerry Buss levantara la cabeza” como de hacer lo que el legendario propietario hizo en su día: usar todos los medios a su alcance para colocar a lo Lakers en la vanguardia de las empresas deportivas en todo Estados Unidos.

A esto responde la contratación evidentemente sobrepagada de Timofey Mozgov, además petición expresa de Luke Walton, o Luol Deng. Solo así se atraen jugadores, y nunca los de primera línea, cuando eres un equipo en mitad de ninguna parte. Solo así se completa una plantilla en la que no hay solo promesas de futuro que pueden acabar siendo solo eso a base de perder, desintegrarse y seguir perdiendo. Y solo ganando partidos y creciendo como proyecto se puede aspirar sin sonrojo a las grandes estrellas del mercado. Hay una obviedad que algunos han olvidado en estos años de glorificación del tanking: perder mucho y sin parar y tener rondas altisimas de draft es absolutamente incompatible con que LeBron James o Kevin Durant te cojan el teléfono y se planteen regalarte los mejores años de su carrera mientras tratas de averiguar hacia dónde demonios vas.

A partir de toda esta inversión emocional y planificadora en la que se ha salido de la era Kobe sin demasiada resaca, o eso empieza a parecer, hacía falta una figura aglutinadora y optimista, obligatoriamente moderna tras el olor a naftalina militarizada que dejó Byron Scott: Luke Walton, 36 años, californiano y dos veces campeón con los Lakers. Segundo entrenador de los Warriors y primero en la práctica, por la operación de espalda de Steve Kerr, durante el pasado inicio de temporada en un histórico 24-0. Walton es baloncesto de ahora a ojos de los jugadores, asunto importante. Confidente y pegamento para las estrellas de los Warriors, hijo de Bill Walton y pupilo aventajado de Phil Jackson. Hasta tal punto que Kobe Bryant aseguró que el Maestro Zen veía mucho de sí mismo en el, por entonces, alero multiusos. Con el conocimiento, creíamos y parece, de la casa y del estado de la liga. Con ideas nuevas, en el plano de pensamiento de unas jóvenes estrellas que corrían el riesgo de caer en la abulia y el desarraigo. Y con California en la sangre: si Byron Scott era un recuerdo difuso de los mejores tiempos, Walton lo es de otros muy, muy buenos. Es más playa y voleibol que Hollywood, pero eso también es California, desde luego. No ha olvidado la perspectiva hippy de su padre, el gran gigante que fue campeón con los Celtics. Es dialogante, abierto de mente y tan divertido como, al fin y al cabo, extremadamente competitivo cuando hay que ponerse a ello. Dicen.

De la mano de Walton todo parece, por ahora, y en una muestra extremadamente pequeña, tener sentido. Los jóvenes hacen grupo y son, visible y estadísticamente, mejores de lo que eran. Los veteranos ayudan y los descarriados se dan y se ganan otra oportunidad: Lou Williams ya no es un adorno y Nick Young parece un jugador sensato y concentrado en defensa. Esto último parece más cosa de un mago que de un entrenador, pero está sucediendo. Y resulta pasmoso. Y gratificante. Felices en las victorias y con enfado anticipatorio tras las derrotas: exactamente lo que no eran los Lakers con Byron Scott. Exactamente la forma de que los que deben ser líderes aprendan a ganar a través de las derrotas. Exactamente la manera de dar sentido a los malos años: dar pequeños pasos para volver a ser los Lakers a partir de la certeza de que ese equipo había dejado de ser los Lakers. El camino es largo, larguísimo, y difícil. Pero ahora, por fin, al menos hay un camino: el de los jugadores cantando “I Love Basketball” después de una victoria recién estrenado noviembre. Pequeños pasos. Pero pasos.