Ediciones
Resultados
Síguenos en
Hola

FINALES | CAVALIERS 0 - WARRIORS 2

Así entrena Stephen Curry: gafas estroboscópicas, técnicas militares, fatiga extrema…

Dice Dell Curry que lo de su hijo es “25% natural y 75% entrenado”. Esos entrenamientos incluyen métodos revolucionarios que han llevado su juego a otro nivel.

Oakland
Stephen Curry lanza a canasta.
Stephen Curry lanza a canasta.RONALD MARTINEZAFP

“Curry es muy pequeño. Tiene que ganar volumen pero nunca tendrá demasiado músculo. No es un director de juego sino un escolta en el cuerpo de un base. Su selección de tiro es muy mala. No va a poder defender a nadie en el nivel NBA”.

Todo esto es historia conocida, decían los ojeadores de las franquicias antes del draft 2009, cuando Stephen Curry había devuelto a Davidson a la relevancia universitaria y se debatía su lugar en la elite. Para muchos, futuro número 8 en los Knicks de Mike D’Antoni. Finalmente, 7 para los Warriors por detrás de Tyreke Evans, Jonny Flynn y Ricky Rubio. A los dos últimos los eligió Minnesota con el 5 y 6. Dos bases, los dos por delante de Curry. En verano de 2016 suena cómico, pero entonces a ambos se les tenía mejor considerados que al vigente doble MVP, a uno por su explosividad y al otro por su talento como director de juego. Curry ha sido mucho, muchísimo más de lo que se esperaba, y ha crecido más de lo lógico como defensor y como playmaker. Pero al fin y al cabo los informes tenían razón en unas cuantas cosas: es muy pequeño (en el instituto medía 1,76 y pesaba 68 kilos, ahora le dan 1,91 y 86) y no tiene demasiado músculo.

Y su selección de lanzamiento es horrenda. Lo que pasa es que quizás no te lo parezca porque mete casi todo lo que tira.

Ni siquiera el primer Curry de los Warriors, el de los problemas en los tobillos y el contrato de 44 millones por cuatro años (firmado en 2012 y a posteriori quizá la mayor ganga de la historia de la NBA) apuntaba a esa especie de dios primordial del juego en que se ha convertido. Un arquitecto loco, un reinventor que está cambiando las reglas del baloncesto e incluso algunas leyes de la física. Entre el millón de datos con los que se ha tratado de pergeñar su supernova de las dos últimas temporadas, uno que explica muchas cosas: en la 2014-15, casi un calentamiento para lo que ha venido en la actual (en la que todos sus triples puestos en fila cruzarían el Golden Gate: 3,2 kilómetros), todos los tiros que metió sumaron una distancia de más de tres kilómetros. Y todos los que intentó, casi siete. Al baloncesto, sencillamente, no se jugaba así.

El que quiera burlarse de los ojeadores NBA, que llame primero a los gigantes universitarios de la Atlantic Coast, North Carolina y Duke a la cabeza, que ni se plantearon contar con él a pesar de que venía, hijo del tirador Dell Curry (16 años en la NBA), de una familia de baloncesto. Por entonces, su padre jugaba en los Hornets, daba sus primeros pasos en el instituto Charlotte Christian y simplemente, recuerda su entrenador Shonn Brown, “no pasaba un simple test visual”. Para cuando algunos quisieron darse cuenta de lo que había realmente, Bob McKillop se lo había llevado a Davidson, donde hablaría después de un jugador “de los que solo entrenas una vez en la vida”. Y sí, Curry fue más un escolta que un base, muy pequeño y que en su primer año universitario lanzaba hasta el 60% de sus tiros desde más allá de la línea de tres. El base titular por entonces era Jason Richards y Curry daba 2,8 asistencias por partido, que ya eran 5,6 en su tercera y última temporada, cuando avanzaba hacia el draft entre comparaciones que iban de Mike Bibby o JJ Redick… a Daniel Gibson, un tirador que pasó siete años en los Cavaliers gracias, básicamente, a lo bueno que siempre ha sido LeBron James.

Así que, ¿cuánto hay de racional en la evolución, casi mutación, de Stephen Curry en los cuatro últimos años? ¿Y dónde va a terminar una progresión que con 28 años puede no haber completado todavía?

Es más fácil contestar a lo primero que a lo segundo, un asunto que fascina a los aficionados e, imagino, aterroriza a los rivales. Dell Curry dice que su hijo es “25% naturaleza, 75% aprendizaje”. Desde luego Curry es una bestia física, tiene que serlo para sostener su ritmo de actividad en pista y su volumen de lanzamiento noche tras noche. Rápido, elástico y resistente hasta niveles que sorprenden a sus entrenadores, y capaz de levantar más de 180 kilos en peso muerto. En los Warriors solo supera esa cifra el descomunal Festus Ezeli (2,11 y casi 120 kilos). Sin una enorme fortaleza en el tren inferior, Curry no podría seguir tirando en los últimos cuartos sin que se perciba ni un ápice de agotamiento en su mecánica.

Sin eso… y sin una resistencia infranqueable a la fatiga mental

Y aquí entran en juego algunas cosas que hace Curry y no hace casi nadie más. Cada verano, en la Carolina en la que creció, se encierra con Brandon Payne en las instalaciones de este, Accelerate Basketball Training, aparentemente apenas un almacén sin ningún encanto a las afueras de Charlotte. Tampoco el interior tiene, en un primer vistazo, glamour ni sofisticación alguna. Payne, que no ha cumplido 40 años y jugó en una universidad menor, apenas tiene algún póster de Curry y un calendario de los partidos de los Warriors pegado a la pared: a veces hace coincidir su agenda con la del equipo y prepara alguna sesión especial allá donde éste haga parada. Y siempre ve los partidos y llama a Curry en cuanto percibe el más mínimo gesto extraño en su mecánica. Un pie ligeramente adelantado, la cadera ladeada un par de milímetros… Trabaja con él desde 2011, cuando se conocieron en la sala de espera de una clínica de rehabilitación, ha vivido su paso de gran jugador a súper jugador y es una figura de primerísima confianza para el MVP.

Payne trabaja el cuerpo pero sobre todo la mente de Curry. En su improvisado laboratorio se mejoran fuerza, equilibrio y velocidad de ejecución bajo la premisa de que si crees que lo estás haciendo cada vez mejor, realmente lo harás mejor en el futuro. Una cuestión de eficiencia neuromuscular, básicamente la conexión entre cuerpo y cerebro, que ha ayudado a Curry a desterrar casi cualquier movimiento vacío en la pista: todo lo que hace tiene un sentido. En esas sesiones, Payne le lleva al extremo físico, le sobrecarga para después liberarle, busca los límites de su estrés para que luego, como el corredor que entrena con peso, despegue literalmente en la vuelta a las condiciones normales. Ahí reside también la templanza en los finales de partido apretados y tiene que ver con ejercicios que incluyen gafas estroboscópicas como las que utilizan los militares, que distorsionan su visión y crean vacíos en su percepción que Curry tiene que aprender a rellenar. Una vez logrado, después lo hará por simple instinto. Con esas gafas puestas, con las que en un primer contacto es difícil incluso caminar, Curry realiza ejercicios de bote y dribling. En uno de ellos, avanza botando un balón de baloncesto mientras con la otra mano recibe y vuelve a pasar constantemente una pelota de tenis.

Esto enlaza con ese ritual prepartido en el que bota dos balones al mismo tiempo de mil formas distintas, y que se ha convertido en parte integral del show de los Warriors. Nada de lo que hace Curry es de cara a la galería, absolutamente todo forma parte de una meditada rutina de puesta a punto mental para los partidos.

Con los años, han añadido nuevas técnicas para mejorar los movimientos cerca de la zona y la gestión de situaciones en espacio comprimido, en anticipo a los marcajes dobles y triples que ahora recibe en muchas jugadas. Y ha seguido perfeccionando su juego de pies y la posición de su cadera para poder lanzar siempre que sea necesario y en cuestión de milésimas de segundo. Habituado a las máquinas Vertimax (muy usadas en todo el deporte estadounidense y cada vez más en Europa) para potenciar resistencia y explosividad, el último campo en el que Payne le ha introducido es el de Fitlight Trainer, entrenamientos con luz que se centran en agilidad, tiempo de reacción y coordinación entre ojos y manos. El entrenador maneja desde una tablet unas luces que parpadean en distintos lugares y con distintos colores. A veces, Curry simplemente tiene que ir tocándolas lo más rápido posible, otras se complican los ejercicios y según el color que se encienda ha de hacer una determinada jugada: roja significa dribiling por detrás de la espalda, verde doble crossover… superando estos ensayos en situaciones de cansancio extremo, el jugador potencia una resistencia física y mental que hace que “literalmente no parezca nunca cansado”, según el cuerpo técnico de los Warriors. Es una cuestión de superación constante, exactamente igual que en sus primeros entrenamientos en Davidson, cuando los veteranos, muchísimos más fuertes, le llevaban a palos de un lado a otro de la pista y Bob McKillop le lanzaba toallas y le invitaba a rendirse.

En ese cuerpo técnico de los Warriors destaca obviamente Steve Kerr, un hijo de los métodos de Phil Jackson y Gregg Popovich que vive bajo el lema de que los jugadores necesitan, por encima de todo, divertirse. Música en los entrenamientos, fragmentos de películas que aparecen de repente en los vídeos de scouting, visitas que van de militares de elite a escritores, concursos y apuestas improvisadas… el tipo de ambiente en el que cada jugador a sus órdenes ha mejorado su versión anterior a Kerr. Y en el que Bruce Fraser se ha convertido en otro personaje esencial en la carrera hacia el infinito de Stephen Curry en los últimos años. Es, para quien haya seguido mínimamente al equipo, ese tipo de barba canosa que le pasa las bolas en sus ejercicios de tiro.

Fraser (51 años) jugó en la Universidad de Arizona con Kerr, que le dio por entonces (hace tres décadas) su apodo de “Q”: q-man, question man, el tipo que siempre estaba haciendo preguntas. Kerr, que también le contrató en sus tiempos de general manager en los Suns, le reclutó para los Warriors en cuanto firmó. Antes había trabajado para Larry Brown o Quin Snyder, y ha ayudado a mejorar la mecánica de algunos de los mejores tiradores de la historia: el propio Kerr, Reggie Miller, Steve Nash… y Stephen Curry.

Meticuloso con cada movimiento de éste para que todos los tiros se ejecuten de la manera óptima, sin una sola desviación en un pie, las piernas o la cadera, también busca formas de retar y divertir a la gran estrella. En el juego que llaman roll out, Curry repite situaciones de juego hasta que enlaza 21 tiros anotados. En el favorito del base, beat the ogre (derrota al ogro), tira desde todas las partes de la pista hasta que alcanza 21 puntos sin haber llegado antes a siete negativos: cada uno que entra suma uno y cada uno que falla resta cuatro. Una variante del mucho más clásico beat the pro (derrota al profesional) en el que se trata de llegar a +7 antes que a -7 con un punto por acierto y dos restados por fallo. Hubo que adaptarlo, claro, al estándar de un Curry que generalmente lo completa (derrota al ogro…) al segundo intento como máximo.

Si un día Stephen Curry ha tirado peor de lo normal, ahí estarán Payne o Fraser para explicarle, quizá, que por un gesto ligeramente anormal de la cadera los lanzamientos se le iban algo largos y a la izquierda. Así fue cuando el 30 de noviembre firmó en Utah un 9/20 francamente malo… para él. Son su guardia pretoriana, tipos en los que confía ciegamente el, ahora mismo, mejor jugador del mundo. El que quizá recordemos en el futuro como un reinventor del baloncesto, como mínimo alguien capaz de barajar y repartir de nuevo las cartas de la partida. Cada vez más tiros, cada vez más lejanos y más difíciles y cada vez con mejor rating de eficiencia. No hay matemáticas que expliquen eso más allá de las suyas, que no son las mismas que las de los demás. Sus propias matemáticas y sus propias leyes de la física: el nuevo mundo de Stephen Curry.