Conchita Martínez: la única reina española en Wimbledon
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Lanzó la raqueta al aire, se llevó las manos a la cabeza. Era el símbolo de la emoción que la embriagaba por dentro. Sus padres se besaban en el palco, se rompían las manos de aplaudir. El abrazo con la leyenda, Martina Navratilova (nueve veces campeona en la catedral del tenis), precedido de un gesto de indisimulado lamento, de saber estar, de enorme comprensión por haberla arrebatado su décima corona en la que iba a ser su última presencia en la hierba londinense. Y luego, sentada en su silla, las lágrimas. Lágrimas inmortales. Conchita Martínez (16 de abril de 1972, Monzón, Huesca) se convirtió el 2 de julio de 1994 en la única española que ha conquistado el misticismo de Wimbledon.
Recordando el pasado, analizando al detalle las portadas de su obra maestra, fijándose en cada foto y en cada titular, Conchita define, con una simpleza asombrosa, lo sucedido aquella maravillosa tarde de verano: “Fue un día de esos. Me salió todo”. La jugadora oscense exhibió un tenis impoluto, armó su juego de una fe inquebrantable y minimizó la figura milenaria de Navratilova, tres claves identitarias de su triunfo. Sin embargo, su éxito no se entiende sin un camino repleto de obstáculos y derrotas con carácter instructivo. Conchita derribó en Wimbledon su propio muro y el de todo un país.
En el imaginario colectivo era difícil esbozar la victoria de una jugadora española en la hierba del All England Club. Lilí Álvarez, pionera del deporte femenino en España, había alcanzado tres finales consecutivas (1926, 1927 y 1928) sin premio alguno. En categoría masculina, hasta la llegada de Rafa Nadal (ganador en 2008 y 2010), sólo Manolo Santana había sido capaz de reinar con su triunfo sobre Dennis Ralston (6-4, 11-9 y 6-4) en 1966. Wimbledon nos miraba con cierto rostro arisco. No había tradición en España de jugar sobre “césped”, como se denominaba con evidente aire despectivo a la hierba británica. “Aquí había miedo a esa superficie. Ahora ya nos los hemos quitado”, asevera hoy Conchita. Ella nunca lo tuvo. “Su juego se adapta perfectamente a las pistas de Wimbledon”, reconocía el que fuera su entrenador, el holandés Eric Van Harpen, en aquellos días mágicos de 1994.
Su aclimatación ya se pudo advertir sólo un año antes. Conchita pisó la antesala de la final y midió sus posibilidades ante Steffi Graf. La alemana, entonces número uno mundial y vigente campeona, ejerció su tiranía y se impuso por 7-6 y 6-3. “Volveré con más fuerza”, aseguró con firmeza Conchita en la conferencia de prensa posterior al encuentro. Era su primera semifinal en un Grand Slam y el ambiente le había superado. Aun así, firmó una temporada de ensueño: ganó cinco torneos sumando 71 victorias.
Lanzada, cargada de mucha confianza, la mostisonense no aminoró el paso. Con el inicio del nuevo curso, llegó a los cuartos de final del Open de Australia y luego se coronó en Charleston y en Roma (precisamente ante Navratilova). Roland Garros se alzaba como una oportunidad indiscutible de demostrar su talento ilimitado. El escollo de Arantxa Sánchez Vicario en semifinales fue insalvable. Conchita, desconectada, se vino abajo desde el principio y apenas opuso resistencia. Cayó en la lona de forma fulminante: 6-3 y 6-1. “Aquella derrota junto a la de Steffi un año antes me ayudaron a crecer. Lo impor tante era que poco a poco iba haciendo grandes resultados”, rememora. Aun así, se tuvo que elevar ante cierta corriente crítica que agraviaba su carrera ante el ciclón arrollador que suponía Arantxa. No guarda rencor alguno. “Yo con Arantxa me llevaba muy bien. Nos respetábamos, aunque a veces la prensa buscaba enfrentamientos irreales entre nosotras. ¿Si me sentí valorada? Creo que hubo un poco de todo. Es una situación similar a la que le pasa a Ferrer con Nadal”.
Conchita se presentó en Wimbledon como tercera cabeza de serie y se impulsó con un tenis excelso durante la primera semana. En sus tres primeros compromisos no cedió un set. Arrasó a la canadiense Simpson-Alter (6-1 y 6-2), gobernó en un partido incómodo ante la japonesa Miyagi (6- 1 y 7-6) y sometió con facilidad a la gala Tauziat (6-1 y 6-3). Estaba en la senda adecuada. Su drive con peso, para muchos el mejor de todo el circuito, corría como nunca y su estiloso revés a una mano encandilaba en las pistas de All England Club. Además, su cortado destrozaba a sus rivales, incapaces de leerlo y de ajustar su carrera con el bote y el efecto de una bola endiablada. El saque y el resto, más decisivos en la hierba que en cualquier otra superficie, también le funcionaban. Estaba hilvanando un tenis completo, impecable. Sus credenciales eran poderosas y había ganado una seguridad indispensable para su juego. “Era muy perfeccionista y siempre estaba midiendo. Si no jugaba un gran partido, aunque ganase, me pesaba muchas veces”.
Aterrizó en la segunda semana aspirando a todo a pesar de que en su recorrido aparecían jugadoras peligrosas. En octavos tuvo que remontar ante la australiana Radford (3-6, 6-3 y 6-4). La estadounidense Lindsay Davenpor t, que llegó a ser después número uno, era su siguiente rival. Su imponente presencia física y sus tiros planos habrían hecho temblar a Conchita en otro momento, pero la variedad de golpes de la aragonesa se sobrepuso al vendaval (6-2, 6-7 y 6-3). Otra vez en semifinales.
“Hoy, la gran oportunidad de Conchita”. Las previas de los periódicos coincidían. La oscense estaba a un escalón de la final y su contrincante no tenía el fuste de otras tenistas. Sólo sobre el papel. La americana Lori McNeil, número 19 del mundo y jugadora de saque y red, era una especialista en hierba. Había eliminado en primera ronda a Steffi Graf (7-5 y 7-6) y en su carta de presentación figuraba un solo set en contra. Su cara a cara con Conchita, además, era favorable (2-1). En la única ocasión que se habían medido en hierba (Eastbourne 1992) la borró de la pista (6-0 y 6-3). Ante ese escenario, McNeil se mostró confiada de abatirla. “Creo que puedo ganarla”, dijo. El inicio del duelo reafirmó su candidatura. Se puso 4-1 y saque. “Conchita comenzó fría, agarrotada, sin encontrar la fórmula para superar la agresividad de su rival”, rezaba la crónica de AS. Estaba acusando la presión, pero el partido dio rápidamente un vuelco. McNeil se apuntó el primer set (3-6), pero la mostisonense empezó a reaccionar al final del primer parcial y lo confirmó en el segundo. Con dos breaks y numerosos passings ganadores, se impuso por 6-2. La tercera manga fue un vaivén de emociones.
“Me acuerdo que, tras perder en París con Arantxa, el Rey dijo unas palabras que me animaron y me ayudaron: ‘Hay que dar un empujoncito a Conchita’”, evoca la española cuando piensa en el par tido con McNeil. Derrochó coraje y no se intimidó, aunque pudo haberlo hecho por errores propios. McNeil mejoró el porcentaje de sus primeros, pero aun así Conchita tuvo bolas de break en el tercer y noveno juego y le rompió finalmente para colocarse con 7-6 y servicio. Entonces, pudo venirle a la cabeza esa leyenda negra que, según el público y la crítica de la época, gravitaba sobre su figura y que le hacía fallar en los instantes decisivos. Se le encogió el brazo y cedió su saque. Vacía, rabiosa ante la ocasión perdida, se volvió a levantar e hizo el break en el decimoséptimo juego. Después, con su servicio, decidió (10-8). “Creí en mis posibilidades y lo logré. Fue un partido larguísimo, con una jugadora muy buena en hierba, pero que me sirvió de ensayo para el día de la final”, explica Conchita. “Era una jugadora muy agresiva como lo era Navratilova. Tuve que hacer muchos passings (conectó 33 desde el 4- 1 del set inicial), utilizar los cortados...”, ahonda. Sin el partido maratoniano ante McNeil la historia de aquel Wimbledon pudo haber sido diferente.
Disputar su primera final de Grand Slam y ante Navratilova, su ídolo y referente de niña, proyectaba un decorado singular. “De pequeña, jugaba contra una pared y tenía la idea de que lo estaba haciendo ante Mar tina”, aseguró Conchita en la conferencia de prensa previa. Además, la tenista de origen checoslovaco y nacionalizada estadounidense se despedía de Wimbledon y ansiaba reinar por décima vez. Era la favorita del público londinense. “Es cierto, pero la gente allí es muy correcta e imparcial. En ningún momento hubo nada raro, yo me sentí arropada a pesar de ser una jugadora joven. A veces la grada se alía con la teóricamente más débil. Además, el partido lo afronté bien desde la perspectiva emocional”, recapitula la hoy capitana de Copa Federación. Considerado el aspecto mental, los condicionantes que envolvían un enfrentamiento épico, es momento de hablar de las claves tenísticas. Conchita desgrana la que fue su hoja de ruta: “Debía sacar y restar bien para que ella no cogiera con facilidad la iniciativa. Tenía que hacerla correr e intentar que no hiciera su juego. Había que mantenerla en el fondo”. Existía otro hecho que podía tener una relevancia máxima. Navratilova era zurda. “Temía por ello. Los ángulos que abría eran diferentes”, razona la aragonesa. Iba con la lección aprendida y con un factor animoso nada desdeñable. Había ganado a Martina en la final de Roma dos meses antes (7- 6 y 6-4). “Fue una victoria muy importante que me dio confianza”.
Comenzó el partido. La tarde era soleada y la pista central estaba abarrotada. El juego inicial, resuelto por Conchita en blanco, hacía presagiar un final feliz. La tenista oscense se llevó un primer set (6-4) cargado de alternativas. Tuvo que sobreponerse a dos breaks en contra. Su passing fue su vía de escape. El segundo parcial se puso cuesta arriba desde el inicio. Navratilova aceleró con grandeza y los problemas físicos lastraron a la española, que tuvo que ser atendida en todo momento por la fisioterapeuta. “Me dolía el glúteo izquierdo, se me iba contrayendo cada vez más y la mejor solución era llamar a la masajista”, indica Conchita. Perdió 3-6. Era vital comenzar el set decisivo de forma radicalmente opuesta.
Conchita hizo suyos los dos primeros juegos y su rictus cambió. A pesar de que Martina igualó rápidamente la manga, la aragonesa volvió a romper en el quinto juego. Ya no perdería esa ventaja. Se vio ganadora. Su nivel de excelencia le permitió, con 4-3, salvar dos pelotas de ruptura y, para evitar mayores inconvenientes, solventó el partido con el servicio de Navratilova. El reloj señalaba las cuatro y ocho minutos de la tarde. Conchita se sacó un revés cortado mágico y el intento de passing paralelo de la estadounidense se marchó al pasillo. Había hecho historia: 6- 4, 3-6 y 6-3 en una hora y 59 minutos.
La explosión de júbilo en la celebración y la catarata de elogios que recibió dignifican un torneo de fábula. “Nadie me ha pasado como ella”, reconoció Navratilova. “Nunca la vi jugar así”, añadió Eric Van Harpen. Ya sólo quedaba el reconocimiento de su gente. “El recibimiento en España fue increíble. Llegaron algunos autobuses de Monzón al aeropuerto de Barcelona y luego tuve un homenaje muy bonito. No sé cuánta gente había en la calle. Te das cuenta de que has hecho algo grande”, concluye Conchita. La merecida recompensa a “un día de esos”.