Don Guti
El técnico del Almería ha decidido que le llamen José María Gutiérrez. Yo antes le llamaba 'Jose' unas veces. Desde que evitó un despido subió de categoría.
Crecí con la gente llamándome Masilla o Motilla en el mejor de los casos, sin maldad pero sin puntería. Matilla no es común. Sigo aguantando, porque la adoro, que mi madre insista en confundirme con mi padre o con mi hermano y me diga Alejandro a todas horas. Y no me quito de la cabeza cómo pude permitir en su día que Virginia y Noe me dijeran Fredy en la Universidad. Igual ya entiendo por qué a estas alturas de la vida ya ni si siquiera nos mensajeamos. Con estos traumas entenderán que relativice con el hecho de que Guti, actual entrenador del Almería, haya decidido pasar de la noche a la mañana a llamarse José María Gutiérrez, sin avisar, sin reírse como suele y sin que sea 28 de diciembre. Es más, la metamorfosis me ha venido de perlas. Su gesto torero de la semana pasada en sala de prensa me ha llevado a documentarme y aprender sobre el cambio de nombres en España y, lo mejor de todo, a intentar encontrar las razones que justifiquen un gesto artístico de tal calado que ríete tú de aquel taconazo del catorce en Riazor.
Y sí, hablo de cambio de nombre. Porque para mí Guti lo es. No se trata de un diminutivo del apellido, un hipocorístico, un apodo, un atajo o un capricho familiar. Guti es un nombre con vida propia desde que supe de él en la cantera del Madrid y no da lugar a ningún equívoco como los que advierte el Registro Civil: “No se admiten los nombres que hagan confusa la identificación; por ejemplo, un apellido convertido en nombre”. Sus apellidos, por mucho que diga la legislación, eran todos aquellos insultos que le dedicaban habitualmente las aficiones rivales que hubieran pagado por verle vestir sus colores y que descargaban así sus frustraciones contra él. “Guti, Guti, Guti…”.
La web del Ministerio de Justicia avisa de que en el tema de los nombres hay libertad de elección. Por eso lo respeto. Otro asunto es que comparta este paso atrás. Sobre todo porque algunas cláusulas no hacen más que cargarme de razones: “(…) El nombre no puede perjudicar objetivamente a la persona: por ello se excluyen los que resulten por si o en combinación con los apellidos, deshonrosos, humillantes, denigrantes, etc. ni los que induzcan en su conjunto a error sobre el sexo”. Ojo con ese María después de José. Y añade ya de paso, no me olvido, en otro apartado sobre los requisitos: “Tampoco se puede atribuir a un hermano el nombre de otro hermano vivo”. A ver si se entera mi madre. Lo de Guti, en definitiva, no hay por dónde cogerlo ahora que está confirmándose como un gran entrenador. Serigrafiarse a la espalda ‘Guti HAZ’ como jugador y pasar ahora al clasicismo no lo entiendo. La ley le da potestad incluso para haber dado a ese nombre propio de Guti un carácter divino: “Es posible cambiar el nombre cuando lo solicite el interesado por usar habitualmente uno distinto del que consta en la inscripción de nacimiento”. Míster, aún estás a tiempo.
Hasta que me he leído esta letra pequeña, intuía que los cambios de nombre se hacían por cuestiones políticas (mi padre pensó llamarme Israel antes de liarla con Palestina…), por sentimiento de pertenencia (Fernando por Ferran), por compuestos absurdos (mi Leti pagaría por quitarse el Leticia María de serie), por religión (vean Homeland) o por obligación (de Iñaki Urdangarín a reo 4.422). Tampoco hay que temer al Registro Civil. De hecho, ahora que recuerdo, me casé en 2014 y me inscribieron como Mantilla (lo juro) en vez de Matilla, por lo que todavía estoy casado y soltero a la vez. Lo de Guti creo que va por otro lado. Puede parecer que lo haya hecho para hacerse respetar de alguna forma, cuando todos ya lo hacíamos, o para no sentirse aludido con ciertos cánticos y rimas. Lo dudo, la verdad. Le sobra personalidad. Lo hace más para diferenciar con claridad dos etapas diferentes de su vida. Un punto de inflexión. Por romper con lo anterior, más canalla o gamberro, para medir el grado de ascendencia que tiene sobre el resto (su petición ha calado) y, seguramente, para evitar confianzas en el vestuario porque ya no es lo que era. Hay amigos que tienen más sorna y apuntan a que ha tomado esta decisión por temor a que los más jóvenes puedan googlear Guti y que, entre sus golazos, vean cómo llamaba paletos a los aficionados del Villarreal. En el buscador, para lo bueno y para lo malo, la verdad es que José María Gutiérrez está inmaculado.
A mí, como periodista, lo que me jode es que Guti cuadraba de lujo en los titulares. Como Mou. José María Gutiérrez necesitará tres líneas si es que pretende que pongamos un verbo al lado de la ocurrencia y algún complemento directo. Además, para este cambio brusco se necesitará un proceso de formación y adaptación como el que hemos sufrido con el técnico del Racing, que pasó de Cristóbal a Cristóbal Parralo sin comerlo ni beberlo. El único miedo que tengo es como a la gente le dé, por acto de rebeldía, por llamarle Chema. Para mí siempre será Don Guti. Ni Guti ni José María Gutiérrez ni Jose, como a veces le llamaba por influencia de mi excompañera y gutista número uno Raquel Fornieles. Y tengo mis razones.
Un lunes, 2 de abril de 2007, le entrevisté en Valdebebas después de un Celta 1-Real Madrid 2 en el que fue expulsado en el minuto 89. Antes de nuestro encuentro, me pidió como único requisito para tener la exclusiva que no habláramos nada del polémico arbitraje (fue Pérez Burrull el que le echó). Y no sólo acató que la primera pregunta fuera justo ésa, la prohibida, que el titular se centrara en el lío y que uno de los sumarios más llamativos comparara a los colegiados de LaLiga (“Los árbitros deberían fijarse en Iturralde. Da gusto que te arbitre. Comprende a los jugadores y dialoga con ellos”). Además, salvó mi despido procedente. Como suena. Nada más regresar a la redacción con mis 40 minutos de entrevista en el bolsillo, me di cuenta antes de llegar a la mitad del audio que la grabadora había hecho off (malditas pilas) sin haberme dado cuenta, por lo que media conversación se había quedado en el limbo. Jamás me dio un soponcio igual, ya que tenía dos páginas y la primera reservadas para la ocasión. Por eso, le escribí un mensaje entre la vergüenza y la urgencia para contarle lo ocurrido y para hacerle ver mi inminente plan salvador: poner negro sobre blanco las notas que casualmente había anotado y la charla que tenía grabada a fuego en la memoria por su importancia. Con más o menos precisión. Me dio un OK tan cariñoso como tajante: “Tranquilo, tú sabes escribir bien lo que hemos hablado”. Y eso hice. De hecho sigo trabajando.